Lehdía Mohamed Dafa
Aicha lleva toda la semana angustiada. Un extraño y fétido
olor se ha colado dentro de la jaima.
Aicha limpia a fondo, quema incienso por la mañana y por la tarde, y sin
embargo, el olor no hace más que intensificarse y a todos nos tiene asqueados.
Encima, la jaima no se ha podido ventilar porque ha estado
soplado acharguía, un viento del este cargado de arena y polvo que penetra
hasta el último rincón. La acharguía, como otras veces, ha traído oleadas de
moscas, conjuntivitis, fiebre y mal de huesos.
–Por fin, un día tranquilo. Hoy me vais a ayudar a hacer
limpieza general –dice Aicha dirigiéndose a sus hijos, mientras da un sorbo al
último té de la mañana.
Aicha tiene dos hijos varones y tres hijas. Los varones
dejaron los estudios y se alistaron voluntarios en el ejército saharaui.
Aquellos días estaban de permiso. De las niñas, la mayor es enfermera
autodidacta, otra estudia el bachiller en un internado de Argelia y la pequeña
todavía va al colegio, en los campamentos.
Entre todos, levantamos los cuatro laterales de la jaima,
sacudimos las alfombras y las mantas, y las dejamos tendidas sobre los vientos
de cuerda de la tienda. Luego, toca el turno de las viejas maletas y los baúles
oxidados por el olvido. Algunos están vacíos, otros contienen un enjambre
abigarrado de objetos sin valor. En una de las maletas los hermanos encuentran
viejos recuerdos de su infancia en los colegios de Libia: un montón de
cuadernos llenos de anotaciones, libros arrugados, sucios, con páginas
arrancadas, bolígrafos y plumas secas como los uadis de Tiris. Sonríen a
carcajadas con las fotografías de amigos, de momentos felices, de posturas
traviesas…. Una foto se cae. La cogen del suelo. Es de un hombre joven,
delgado, de melena abundante y un largo bigote, viste uniforme verde oliva. El
fusil al hombro y el gesto firme, en lo alto de un carro de combate. Los
hermanos se interrogan con la mirada…
–Mira a ver si hay algo importante aquí. Está en un idioma
extranjero –dice la madre extendiendo un puñado de papeles al hermano mayor
–Esos papeles son españoles –dice el hijo
–Mira, aquí pone España –dice el pequeño, que ha lanzado la
mano como un rayo cogiendo el fajo de papeles antes de que el mayor pudiera
empezar a examinarlos.
–¡Ah!, pues, son de tu padre –dice la madre– dámelos, los
voy a guardar en otro lugar más seguro.
–Deja que los vea –contesta el mayor-.
Los hojea de arriba abajo. Deja un puñado en el suelo. Se
queda con uno. Lo lee atento. Cierra los ojos. Vuelve a abrirlos y empieza a
hacer sumas y restas en la arena. Ningún bolígrafo escribe. La niña más pequeña
mira con asombro y admiración las rápidas operaciones que hace su hermano.
–Nuestro padre tendrá 40 años –dice con voz resuelta
–¡Qué viejo! –exclamó la pequeña– ¿pero cómo lo has hecho?
–Viejo… ¡y español! –dice el otro hermano– Mira aquí está su carnet, su DNI de España.
– ¿Español? ¿No somos saharauis mamá? –dice con asombro la
pequeña.
–Somos saharauis, claro que sí, pero todos teníamos DNI
español. Los nasara eran buena gente, y siempre nos trataron bien, –le
tranquiliza la madre.
–¿Y papá cuándo volverá? –pregunta gimoteando la pequeña.
–Cuando Allah quiera, hija –contesta la madre.
Es la respuesta que siempre da cada vez que alguno pregunta
por su padre, ausente desde hace años.
–¡Vamos!, a recoger todo, que todavía no hemos dado de comer
a las cabras, ni empezado a hacer las lentejas –dice la hermana mayor.
La hija pequeña intenta imitar a su hermano escribiendo
números y haciendo garabatos en la arena. Pero se cansa, y al rato vuelve a sus
juegos. Uno, el preferido, es excavar trincheras e imitar el sonido de la
alarma, que avisa de la amenaza de bombardeos.
Durante los años de la guerra, en los campamentos, todos
teníamos que cavar una trinchera al lado de la jaima. Y también en los colegios,
y en cada centro de trabajo. La alarma sonaba a cualquier hora. Nunca sabía con
certeza cuándo era un simulacro y cuándo podía ser un bombardeo de verdad. Las
mujeres corrían siempre de un lado para el otro en busca de los más pequeños, entre gritos y caras de miedo, que a
los niños nos hacían muchísima gracia.
Hecha la limpieza general, volvía a estar todo recogido,
pero el pestilente olor no acababa de desaparecer a pesar de la ligera brisa
que, ahora, penetraba la jaima.
De repente, la niña pequeña grita:
–¡Está ahí, mama, está ahí! –mientras señala un lugar con la
mano chorreando de un líquido espeso y negruzco, con ese olor que tiene a toda
la familia en vilo desde hace una semana.
Los gritos de la niña no han dejado a nadie indiferente. Los
vecinos y familiares se asoman y vienen corriendo pensando que ha ocurrido una
desgracia. Ahora, están mirando el hoyo negro de donde sale el olor. Inclinan
las cabezas y las apartan de golpe, como por resorte. El olor, el aspecto de
aquel líquido viscoso produce verdaderas náuseas. Opinaban todos aunque nadie entendía ni sabia lo que realmente había pasado.
–Ha sido Samira. –dice Aicha, mientras se tapa la nariz y la
boca con el extremo de la melhfa.
–¿Por qué? ¿cómo lo sabes? –pregunta la hija mayor con desconfianza.
–Se murió la semana pasada, justo el día después de haberme
enfadado con ella y haberla echado y a lo mejor estaba enferma –dice la madre con cierta pesadumbre.
Los hermanos agarran una pala y empiezan a quitar aquel
líquido pastoso y pestilente, que está junto a la jaima, en la esquina de
poniente, en la parte de atrás.
–Lo sabía, ¿cuántas veces te dije que no jugaras con ella? –dice la hermana mayor, enojada, a la pequeña, mientras va a por un cubo con
agua y jabón.
La abuela se encuentra entre la multitud, apoyada en su
inseparable bastón hecho del tronco de un arbusto. Presumía que era de su Sahara natal. Ella siempre ha pensado
que la desaparición de su hijo, al que todavía no se había dado por muerto,
había sido obra del mal oculto. Su mirada apunta a su nieta, que no para de
echar agua y restregar el agujero con jabón. La llama con un leve gesto con la
mano, sin pronunciar palabra.
–Si hija, ya lo sé –dice la abuela con un hilo de voz– Vete
al alhajab (chamán) ahora mismo sin que se entere tu madre y dile que me haga
un amuleto.
Aicha es jefa del Comité de Sanidad de la daira. Una de sus funciones es
luchar contra las supersticiones y el oscurantismo. A los chamanes les llamaba embusteros. Pero a la abuela eso la tiene sin cuidado. Ella y su nieta
siempre han sospechado que Samira era demasiado inteligente para ser sólo una
gata….
27 diciembre 2017
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