Lehdía Mohamed Dafa
Cuando en 1976 nos instalamos en el campamento de refugiados, en Argelia, al otro lado de la frontera, mi madre tendría unos 30 años. Era una mujer joven y sana a pesar de haber parido ya 6 hijos. Estaba llena de entusiasmo y de ideas ingeniosas para salir adelante en aquella tierra seca e insalubre. No paraba en la jaima. Iba de una tarea a otra, la comunidad de mujeres era su mayor desvelo. Lo mismo se encargaba de enseñar a tejer alfombras, cojines, para lo que tenia una gran habilidad heredada de su madre, que de confeccionar ropa.
Cuatro años más tarde, una noche, como ocurría a menudo mi madre llegó tarde, pero esa noche en lugar de ponerse a prepararnos algo de cena, dijo que estaba agotada, que no podía mas y se echo a intentar dormir. De repente, vimos que estaba gravemente enferma. Todo ocurrió muy rápido. Hubo que hospitalizarla. No sé cuanto tiempo llevaba en el Hospital Nacional, a mi me parecían muchos días. La familia estaba desolada, y mi abuela, su madre, desesperada de dolor, lloraba constantemente, despotricaba contra las autoridades sanitarias acusándoles de crueldad, de falta compasión y de malos musulmanes. Mi madre estaba aislada, y nadie la podía acompañar ni visitar.
Semanas después, por sorpresa, llegó mi padre del frente. Llevaba un año combatiendo como guerrillero contra el ejercito de Marruecos sin haber podido regresar. Él que era un hombre fuerte como un roble y de gesto severo se le veía roto y asustado. La voz se le congeló en la garganta. Sólo sus ojos hirviendo como las llamas de un volcán hablaban por él. Aquel día supimos que mi madre falleció a causa de una grave meningitis bacteriana. Ni siquiera pudimos asistir a su entierro. Todavía hoy cuando lo pienso me sumo en el desconsuelo mas oscuro.
Al ser una enfermedad infectocontagiosa, todos los miembros de la familia tuvimos que recibir quimioprofilaxis, y guardar cuarentena. Vinieron unas personas que desinfectaron la jaima con líquidos especiales y que nos dijeron que no podíamos entrar durante no se cuantos días. Mi padre volvió enseguida al frente de batalla. Mis dos hermanos mayores que estaban estudiando en Libia, no se llegarían a enterrar hasta el verano cuando regresaron de vacaciones, y las chicas, fuimos acogidas y arropadas por el resto de la familia.
Ahora, con la la epidemia del coronavirus, los recuerdos de aquella tragedia vital han aflorado en las conversaciones con mis hermanas “Recuerdo de aquella cuarentena, y el aislamiento que nos parecía eterno, la sensación de sentirte como un apestado entre los vecinos y el miedo asfixiante pensando que cualquier día podíamos caer enfermos como mama”. Mi hermana mayor, Fatimetu, me contó que una noche la mayor de mis tías se las ingenió y sin saber como llegó hasta la jaima de una vecina, necesitaba aspirinas, que era lo único que le alivia de sus terribles jaquecas. La mayor de sus hijas le echó una bronca monumental y la amenazó con denunciarla ante las autoridades sanitarias, si volvía a saltarse la cuarentena.
“No lo entiendo, ahora cuando veo a la gente que dicen que no pueden guardar el aislamiento domiciliario, prosigue mi hermana, nosotros estuvimos casi dos mes sin tener el mas mínimo contacto con los vecinos, ni con ninguno de nuestros otros familiares. Y no había teléfonos, ni televisión, ni agua en los grifos, ni casi jabón, ni nada parecido a los medios de los que disponemos ahora. Sólo veíamos a una persona del Comité de Alimentación que nos traía los alimentos de la canasta básica desde el Ayuntamiento y a otra del Comité de Sanidad que vigilaba si alguno tenía síntomas”.
Todos los hombres estaban combatiendo, así que las mujeres estábamos solas rodeadas y al cuidado de una infinidad de niños. Poco a poco y con disciplina fuimos superando aquella tragedia. Confiábamos en las autoridades sanitarias y cumplíamos cada recomendación. Entre rezos y resignación no faltaron los cuentos, las adivinanzas, los juegos tradicionales y hasta el humor, pero cuando llegaba la noche, cada noche, lloraba desconsoladamente hasta quedarme dormida.
La muerte de nuestra madre, en aquellas terribles circunstancias y la cuarentena posterior nos unió mas a todos los hermanos y nos dio la mejor lección que hasta hoy he recibido: el verdadero valor de la familia.
Nos recompusimos y de las cenizas del dolor y la desolación volvimos a renacer
Esta historia ocurrió en 1979, en el Barrio 3, de la daira Doura, del Aaiún, cuando los campamentos de refugiados saharauis, no tenían ni el 1 % de los medios y de la infraestructura sanitaria que tienen ahora. Y a pesar de ello, sí tenían un proceder riguroso y eficaz, que mucho me temo hoy ya no se pone en valor con toda su importancia: la prevención.
Madrid 23 marzo 2020
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