Por Lehdía M. Dafa
Era una soleada mañana del mes de abril de 1984. En mitad de una reunión, en el despacho del ministro de Defensa, de repente, apareció un guardia de seguridad. Entregó una nota al ministro que decía: ”Ha ocurrido algo grave, tiene usted que acudir urgentemente al Departamento de los Mártires”.
Allí estaba el responsable, muy pocos conocían su verdadero nombre, Sidi Salem, todos le llaman “el de los mártires”. Era un hombre alto, muy delgado, con apariencia de una fragilidad extrema. Tenía el pelo largo, en la línea del mártir Luali Mustafa. Los rasgos de su cara eran difíciles de distinguir por el abundante vello en forma de tupidas cejas y una prominente y descuidada barba que oculta sus finos labios. Siempre vestido con el uniforme verde oliva; los pantalones recogidos a media pierna; y botas negras largas a juego con un turbante del mismo color, siempre anudado al cuello. Camina de forma muy peculiar, con pasos cortos, cabeza agachada, como si estuviera conversando consigo mismo. Y, sin embargo, es parco en palabras que pronuncia con voz susurrante. Nunca, jamás, se le ha visto reír. Fuma permanentemente, aunque no de forma compulsiva, tabaco en su pipa.
Sidi Salem es el único empleado del Departamento de los Mártires. Se encarga, con la obligada solemnidad, de la durísima responsabilidad de comunicar a los familiares y allegados los fallecimientos en combate. También reparte en mano las pensiones asignadas a las viudas, madres e hijos de los mártires. No se sabe si a Sidi Salem se le ha elegido para esta penosa tarea por ser un hombre solitario, de apariencia fría y hermética, o ha sido el desempeño de la misma el que le ha hecho así. Lo cierto es que cumple su misión con el máximo celo y eficacia y sin que de su boca haya salido jamás una mínima queja.
Lo que nadie conoce es que todas las cartas enviadas o recibidas por los combatientes, pasan primero por sus manos. Solo algunos compañeros, de su círculo próximo, cuchichean a sus espaldas que abre y lee las cartas antes de que lleguen a sus destinatarios, e informa de todo al ministro. Sin embargo, la responsabilidad de Sidi Salem era custodiar sólo las cartas cuyos destinatarios o remitentes hubiesen fallecido en combate. Él las va depositando en una caja de cartón que guarda en un rústico armario metálico, bajo llave. Una noche, cuando se disponía a meter la caja de las cartas en su coche, para quemarlas a las afueras de Rabuni, como solía hacer periódicamente, una carta, como queriendo escapar a su destino, cayó al suelo. Llamaba la atención porque en vez de estar doblada en forma de triángulo como todas las demás, estaba dentro de un sobre que amarilleaba y al que todavía el polvo cubría en su mayor parte. Era una carta antigua.
Sidi Salem se agachó para recoger el sobre, lo miró durante unos segundos y lo volvió a colocar dentro de la caja, que sujetaba con sus dos manos. Puso la caja en la parte posterior del vehículo, un mini jeep descapotable confiscado a los marroquíes en una de tantas batallas de aquellos años, la cubrió con una manta, no vaya a ser que el viento haga volar a alguna, y arrancó el coche. Al llegar al lugar de siempre, sacó la caja, la depositó en el suelo, se arrodilló a su lado y rezó con fervor por las almas de los fallecidos, mirando a La Meca. Cuando se disponía a vaciar la caja haciendo un montón con las cartas, y con las estrellas como único testigo, rociarlas con gasolina, Sidi Salem volvió a toparse con aquel extraño sobre amarillento que parecía, como si tuviera vida propia, que quisiera llamar desesperadamente su atención para librarse de las llamas. Lo recogió y lo metió en la caja ya vacía. Mientras contemplaba cómo el fuego devoraba aquellas cartas, empezó a sentir un escalofrío. Era la primera vez en cinco años, que su sentido del deber flaqueaba. Siempre había cumplido escrupulosamente con su cometido. Pero haber salvado del fuego aquella carta era un cierto peso sobre su conciencia y no pudo dejar de pensar en ello durante todo el viaje de vuelta.
Aquella noche en vez de irse a la jaima de los únicos familiares que tenía, en el campamento del “27 de Febrero”, a descansar (ese viernes era su día de permiso) decidió volver a su oficina en Rabuni. Compartió la cena, un guiso de lentejas y pan, con varios compañeros del Ministerio. Se tomó un vaso de té frío, sin azúcar, que llevaba horas en la tetera, y dando las buenas noches, dijo que se quedaría en la oficina porque tenía mucho trabajo acumulado.
El despacho de Sidi Salem es una pequeña habitación de adobe y placas de aluminio en el techo. Está ubicado en la esquina norte, al fondo del todo, en el modesto edificio del Ministerio de Defensa. Una vez dentro, encendió la lámpara de queroseno, cerró la puerta por dentro con llave, extendió una colchoneta en el suelo de tierra, la cubrió con una manta y se sentó encima. Cargó su pipa, prendió el tabaco y dio varias caladas. Sacó el sobre de la caja y lo contempló con detenimiento. No pudo descifrar el texto del sobre. El polvo y el olvido le habían dejado huérfano de destinatario y remitente.
–Esto es una señal. No traiciones tus principios, no caigas en la tentación –se dijo Sidi Salem.
Dejó el sobre sin abrir a un lado. Dio otra calada a su pipa mientras se quitaba las botas. Se recostó boca arriba, apagó la lámpara, se tapó la cara con un lateral de su turbante e intentó dormir.
Por la mañana temprano se dirigió a la garita del guardia del Ministerio a informar que se iba de viaje. Durante el camino no paró de fumar. Con cada calada sentía cierto pesar y remordimiento. En su cabeza martilleaba la carta que por la noche le había quitado el sueño.... En una de las caras había un texto largo escrito a bolígrafo con una letra sencilla, pero armoniosa. En la otra, un extraño dibujo a lápiz, de gran ingenuidad y frescura.
Había leído la misteriosa carta tantas veces, que acabó por fijarla en su memoria. Algunos fragmentos le hicieron dudar de sus arraigadas convicciones y principios. Otros, le han puesto al descubierto la fragilidad, y los profundos sentimientos de quién anhela la felicidad. En definitiva, la carta ha conmocionado a Sidi Salem, pero sobre todo le ha mostrado cómo en medio de la crueldad, la destrucción y el terror de la guerra, puede brotar un amor inocente, puro, desafiante y audaz.
En el encabezado de la carta se lee: “Asalamu aleikum habibi.
Estoy contando los meses, los días, las horas y hasta los minutos que faltan para finalizar la formación, y poder reunirme contigo cuanto antes.
Hace un mes nos visitó Gadafi en persona aquí en la Academia. Me condecoró con la insignia de mejor cadete de nuestra promoción. No puedo negar que me emocioné, pero no por la insignia en sí, sino porque todos aseguran que al ser la mejor, y aunque a las mujeres todavía no nos destinan a combatir, esta vez sí. Estoy segura que me asignarán a vuestra unidad como especialista en artillería antiaérea. Allah quiera que así sea. Conmigo a tu lado, seré tu talismán y ningún avión o cohete enemigo podrá con nosotros”.
“Leo a menudo el testimonio que me dejaste durante aquel inolvidable paseo por la playa de Trípoli. Y me enorgullece tu juramento de tomarme como tu verdadera compañera, y no para poseerme como una propiedad, o someterme a tu voluntad por ser mujer. Amor mío, cuando nos casemos, ojalá sea en un Sáhara libre, quisiera una boda diferente y una dote de verdad; no sólo esas banalidades materiales que se agotarán algún día. Quisiera una dote de ternura como un antídoto de mis debilidades e inseguridades. Lealtad, como la piedra germinal de nuestra aventura. Fidelidad y protección de la tiranía de los demás y de mí misma. Y responsabilidad para, juntos, construir un hogar a la altura de nuestro amor”.
“No me importa que me tachen de atrevida, porque en mi primera noche de bodas no quiera irme arrastrada a tu lecho por las damas de compañía, o que me exijan fingir resistencia y contener mi alegría. Quisiera que nos encontremos frente a frente con la mirada erguida y efervescente, y con tambores de ansiedad en la cabeza y en el pecho. Esa noche quisiera que tú, mi amado, sepas descubrirme con el amor sublime y puro, sin que al entregarme te conviertas en mi dueño y yo en tu conquista. Te amo inmensamente por encima de la distancia, y con la misma fuerza de la convicción que nos une en esta causa. Tú, amor mío, eres mi única y verdadera causa.
Trípoli, Libia, 20 de febrero de 1982.
Tuya FMA.”
Cuando Sidi Salem, rememoró la fecha del 20 de febrero, frenó el jeep bruscamente. Un nudo le atenazó la garganta y tuvo que echar mano de la rudimentaria cantimplora; una botella de plástico cubierta de tela de yute para conservar el agua fresca. Hubiera querido llorar, pero su alma está tan deshilachada y su corazón tan roto que no consiguió derramar lágrima alguna. Siguió su camino, absorto en los tormentosos recuerdos que habían aflorado con la lectura de esa carta de amor, deseo y rebeldía.
Al caer la tarde de aquel primer día de viaje, Sidi Salem ya se encontraba agotado física y emocionalmente, y todavía le separaban más de 100 kilómetros de su siguiente destino. Decidió pernoctar arropado por la inmensidad del desierto. Extendió una pequeña estera de rafia en el suelo, encendió una hoguera, se tomó las tres rondas de té y comió una lata de atún con un trozo de pan. Se quitó las botas, rezó y se recostó. Durante horas, en vano, intentó conciliar el sueño y librar su mente de aquellos pensamientos obsesivos. Se revolvía con brusquedad y manoteaba en el vacío. Envolvía su pecho y lo apretaba con sus brazos. En su tormentoso sueño, ahora, la remitente de la carta era su joven prometida, que había fallecido en los bombardeos de Um Draiga, justo un 20 de febrero de 1976. A la claridad del fatídico día y el ensordecedor ruido de las bombas de su pesadilla, había sustituido un silencio sepulcral, en medio de la oscuridad total. Un viento del este, caliente y perezoso, empujaba la luna al otro lado del horizonte cuando abrió los ojos. Recobró la consciencia. Le invadió la frustración. Deseaba seguir soñando.
Durante su gira por las distintas regiones militares, Sidi Salem pudo actualizar el registro de los fallecidos, y tres semanas más tarde volvió a Rabuni con docenas de cartas, pero sin el menor indicio sobre el destinatario de aquella emotiva y turbadora carta, ya para él.
Los días y los años fueron pasando, y en los campamentos saharauis todo cambió excepto la guerra y Sidi Salem. La guerra siguió con igual intensidad, atroz y violenta; siguió devorando centenares de hombres, destruyendo hogares y arruinando los sueños de los amantes. Sidi Salem, siguió siendo “el de los mártires”, lo que significaba el de las malas noticias. Su presencia podía llegar a causar auténtico pánico entre la gente. No era bienvenido en ninguna jaima. Siguió siendo un hombre solitario, retraído, triste, entregado al deber; y en secreto, transgresor de las normas del departamento. Desde la lectura de aquella carta, no ha vuelto a dejar ninguna sin leer. Las había largas, sin decir nada; cortas y profundas; románticas, muy pocas; cursis; aburridas, la mayoría; y, de tarde en tarde, caía alguna singular.
El ministro de Defensa dobló la nota, pidió disculpas a los presentes y acompañó al guardia.
En una esquina de la pequeña oficina del Departamento de los Mártires, se encontraba Sidi Salem con su uniforme y las botas puestas. El rostro sereno, tumbado boca arriba con las manos entrecruzadas encima del abdomen. Sus alargados dedos estaban pálidos, sujetaban una carta. Sus labios a duras penas sostenían su inseparable pipa de hueso de cabra. El ministro estaba atónito, confundido, y aunque lo intentaba disimular, muy decepcionado. No podía dejar de mirar los cientos de cartas ordenadas con esmero en distintas categorías: “hijos/madres”, “hijos/padres”, “cónyuges”, “amigos”, “amantes”, “otros familiares”, y “cartas singulares”. Todas se habían librado del fuego y al igual que Sidi Salem, ahora, dormían el sueño de los justos en un gran baúl de madera con la tapa levantada. En su cara interior, con la inconfundible letra de “el de los mártires”, se podía leer: “LAS CARTAS MUERTAS”.
Junio 2024.
Precioso relato, nos has hecho revivir aquel entonces. Muchas gracias y felicidades
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