domingo, 5 de agosto de 2018

El caso del atacante misterioso

Por Lehdia Mohamed Dafa

Desde que se metió el sol no paraba de llegar gente a la jaima de Ahl Lejlifa, una familia de tres generaciones. Viven en la esquina norte del barrio 4, cerca del ayuntamiento de la daira La Güera en la wilaya de Auserd. La reunión de esta noche ha sido convocada por el patriarca, Sidi Uld Lejlifa. Alto y delgado, a pesar de sus 80 años, tiene una gran agilidad física y mental. Llama la atención su larga y tupida barba de color blanco con mechas rojas. La tiñe con henna desde que peregrinó a la Meca hace unos años. Sidi enseña en una madrasa, fundada por él mismo, donde los niños estudian el Corán cada año de forma gratuita. Los dedos pulgar, índice y corazón de su mano derecha están siempre negros por la tinta (duaya) donde moja el cálamo que usa para escribir los versículos a sus alumnos en las tablillas de madera (lauh). Sidi es también el gadi (juez) de la wilaya. Tiene fama de ser un hombre justo y honrado. Para esta ocasión se ha ataviado con una darráa azul y un turbante nuevo negro. También se ha puesto un poco de kohl en los ojos y algo de colonia.

Las mujeres de la familia agasajan a los invitados con cuencos de leche de camella, o gofio, diluidos en agua fresca y con una generosa dosis de azúcar. De la cocina emana el inconfundible olor del asado.



Los niños, que nunca faltan en ningún evento en los campamentos, son en este caso, unos convidados incómodos. Curiosos como gatos, llevan horas merodeando la jaima. Asaltan a cada tanto la cocina y devoran todo lo que pillan. Incluso han llegado a hacerse con un preciado botín: el hígado y el sebo de uno de los dos corderos, que la familia ha sacrificado para la cena. Las mujeres, hartas de gritarles y de darles tirones de orejas, les lanzan zapatos y les echan todo tipo de maldiciones verbales. 
–Que Allah os dé el mal del apetito y disentería –les gritó una de las mujeres.
–Que os infeste el sarampión y el isr (cistitis) –dijo otra– 
Todo es inútil. 

Un grupo de niños guiado por la picardía y agilidad de Wafa, ha encontrado una esquina perfecta para atrincherarse. Es una rendija en la jaima por la que pueden ver todo lo que pasa en el interior. Parecen paparazis compitiendo entre empujones por colocarse en la mejor posición. Sus ojos, como cámaras, captan todo lo que ocurre dentro, mientras chocan las cabezas. Al final, más de uno se ha tenido que conformar, solo con pegar el oído.

–¡Chist!  –dice Wafa con autoridad– callaros, ya empieza. 
Wafa es una niña de 10 años, aunque aparenta tener menos. Todo el mundo la llama "la viejecita" por su viveza. Viste pantalones vaqueros sujetos por el cinturón improvisado de un trozo de tela y una camiseta roja manga corta, con la imagen de un perro labrador en el centro. Los pies descalzos los tiene tan curtidos que parecen los de un lagarto. El cuerpo menudo; la piel morena, aceitunada, y la cara redonda. En sus mofletes luce dos hoyuelos que le dan un aire angelical, que contrasta con sus ojos vivos y su mirada penetrante. Los dientes centrales superiores, montados uno encima del otro, están atravesados por una raya amarilla huella de una exposición excesiva al fluoruro, como le pasa a la mayoría de los niños saharauis que han nacido en los campamentos de refugiados de Tinduf. Su pelo abundante es ingobernable, sólo lo peina por encima, así que ha acabado como si tuviera rastas. Es de gestos nerviosos y locuaz como un papagayo. 

Dentro de la jaima, Sidi sujeta un bastón con ambas manos. Sentado en el centro y con varios hombres a cada lado, parece "El Moisés" de Miguel Ángel. Los hombres levantan las manos y rezan durante un minuto.
–Empecemos –dijo Sidi con voz pausada, dirigiendo su mirada a un hombre más joven que está sentado a su derecha– Se llama Abdrabu. El color de su piel es más blanco de lo habitual entre los saharauis. Es el único que no viste darraá. Lleva puesta una camisa ancha color verde oliva con las mangas dobladas a la mitad del brazo y pantalones de lino arrugados por las corvas. Con el entrecejo fruncido, de un bolsillo de su camisa saca un pequeño estuche. Se coloca unas gafas cerca de la punta de la nariz, que asoma por encima de un bigote bien recortado y barba candado. De una carpeta negra saca unos folios escritos a mano y empieza a leer.
En nombre de Allah, el grande, el misericordioso, la bendición y la paz con nuestro querido profeta Muhamad. Los hechos ocurrieron así: el día 27 de marzo el combatiente Abdalahi Mohamed Omar fue atacado por un ser misterioso cuando volvía de los corrales un poco antes de la salida del sol.
Había ido a ver a una de sus cabras que parió a dos cabritos muertos –comenta Wafa en el corro de niños– Allah se vengó de él, se lo merece. 

Abdrabu sigue con la narración. 
–Abdalahi estuvo a punto de perder una pierna. Veinticuatro horas después, su esposa Maimuna Mohamed Salem, sufrió un ataque a traición similar. Aprovechando la oscuridad de la noche, el agresor ataca por detrás y huye a toda velocidad para no ser descubierto. En los días siguientes más personas fueron atacadas como el matrimonio de los Jalihina, Embarek y su esposa, el Mojtar que sigue hospitalizado en Tinduf, Azuha que tuvo que ser evacuada urgentemente a Argel por la gravedad de las lesiones y otros muchos vecinos incluidos niños.
Qué mentiroso, ningún niño ha sido atacado –dice Wafa– ¿Verdad chicos? 
Todos asientan con la cabeza.

Abdrabu hace una pausa, da un sorbo al té que lleva un buen rato reposando a su lado en una pequeña bandeja plateada y retoma la lectura.
–Estas agresiones han sido premeditadas. Han sembrado un clima de terror en todo el vecindario. Están generado una grave crisis de confianza entre los vecinos. Algo sin precedentes. El desconcierto ha sido de tal magnitud que durante semanas cualquier persona del campamento se ha convertido en sospechosa. Mujeres honradas y buenas musulmanas han sido acusadas de brujería. Los hombres no han podido abrir sus negocios para quedarse en sus jaimas cuidando a sus familias. Y a los niños se les ha prohibido salir, hasta para ir al colegio.
–Lástima que han sido solo dos semanas –vuelve a decir Wafa con picardía.
Sus compinches le ríen la gracia.

Una de las niñas del grupo que lleva un buen rato medio dormida, espabila de repente,  y con cara de susto, se lleva los pelos que le caían por la frente hacia atrás, mientras pregunta
–¿Ha acabado?
–¡Qué va!, es un pesado, sigue dale que te pego. Y ahora dice que los chamanes echan la culpa a un vampiro. Y otros que ha sido un hombre lobo –dice Wafa, sin despegar los ojos del orificio.
–¡Puah! pero qué tontos son los mayores. En el Sahara no hay vampiros. Eso es cosa de los nasara (europeos)dice uno de los niños.
–Yo he visto vampiros en Sevilla, en la tele, cuando estuve con mi familia española el verano pasado. Por eso mi madre nos ha obligado a llevar este amuleto –dice la niña que dormía enseñando una pequeña bolsita de cuero que lleva colgada al cuello.

El informe de Abdrabu va adquiriendo un tono cada vez más dramático, y no parece tener fin. Las cabezas se van moviendo de arriba abajo. Incontrolables bostezos se han adueñado de la mayoría de los hombres. Las pestañas tiritan. Más de uno, cansado de disimular se tumba de lado. Pero Abdrabu en vez de abreviar, sigue con su soporífero relato.
–Por otro lado, tenemos que resaltar que el enemigo, el invasor marroquí, ha aprovechado estos acontecimientos para atacar la reputación de nuestros campamentos y nuestra causa en general. Es una cuestión sumamente grave que no podemos tolerar. Por todo lo anteriormente expuesto, me presento en nombre de la acusación popular formulada por las víctimas. Alegamos ataques contra la integridad física y moral, así como daños y perjuicios materiales calculados en una cifra de más de 500 millones de duros. También daños a la causa de todo el pueblo saharaui cuyo alcance sólo Allah conoce. Por tanto, además de la pena que sus señorías dictaminen, que espero sea de la máxima severidad, exijo indemnizar a cada una de las víctimas. Esto es todo lo que teníamos que decir. La paz sea con ustedes –concluye Abdrabu.

El juez Sidi se mesa la barba con la mano derecha. Tose varias veces. Y permanece unos instantes en silencio, reflexivo. Empieza justificando que su tos es debida a un fuerte iguindi, porque las mujeres de su familia no le hacen ni caso. Sabiendo lo mal que le sienta, se empeñan en cocinar con demasiada sal. Los hombres que estaban tumbados, se van incorporando. Varios aseguran tener el mismo problema. 
Iguindi es una epidemia que va a acabar con nosotros –resume uno de los hombres.
–Bueno, prosigue Sidi, primero le damos las gracias a Abdarbu por esta exposición de los hechos tan minuciosa. Y en segundo lugar y como presidente de este tribunal, antes de emitir un veredicto, pido que levante la mano todo aquel que tenga algo que añadir o aclarar. Los hombres cuchichean unos con otros. Ninguna mano se levanta. Sidi se dispone a retomar la palabra. De repente se oye: 
–Aquí, aquí, aquí...

Los hombres se giran instintivamente. El "aquí, aquí, aquí" es como un eco que retumbaba en toda la jaima. Miran a un lado y al otro. Al final descubren varias manos infantiles que asoman por la rendija del lateral de la jaima. Las manos se mueven como marionetas, haciendo todo tipo de gracias y gestos de burla. Uno de los hombres se levanta furioso. Dobla su turbante en dos y trata de golpear las manos de los niños, mientras chilla
–¡Largo de aquí, maleducados, golfos¡
Entre risas y gritos, los niños salen corriendo en todas las direcciones dejando detrás una nube de polvo.

A medida que se va recuperando la calma y el orden en el interior de la jaima, los niños como grillos ya están de nuevo parapetados en sus posiciones anteriores. Esta vez en total silencio.
–Después de haber examinado los hechos –dice Sidi– vemos que efectivamente tal y como nos ha dicho Abdrabu en su exposición, estos son de extrema gravedad. Han causado daños irreparables tanto físicos como morales a muchas personas. Y han vulnerado la convivencia en paz que ha caracterizado esta wilaya. Por tanto, este jurado ha llegado a un veredicto. Consideramos que lo más justo es que la agresora pague con su vida el daño causado. 

Apenas se había acabado de dictar la sentencia, cuando más de 20 niños irrumpen en la jaima deslizándose como serpientes por debajo de la lona. Con el enfado dibujado en sus caras, se plantan de pie frente a los hombres. Como un pequeño batallón bien entrenado, levantan sus pequeños puños armados con piedras y palos. Los que están en la primera fila apuntan con sus palos a los hombres, que miran hipnotizados, sin dar crédito a lo que está sucediendo. Wafa se arremanga los pantalones con ambas manos y da un paso al frente. 
–Usted –dice con solemnidad, dirigiéndose a Sidi– no ha sido justo esta vez, porque sólo conoce una parte de la verdad. 
–¿Y cuál es la otra parte, hija mía? –le contesta Sidi arqueando una de sus tupidas cejas
–Días antes del primer ataque, que ha contado aquel señor –Wafa apunta con el palo a Abdrabu– nuestra amiga Warda a la que queréis matar, había dado a luz a dos preciosos hijos. Estos, desaparecieron al día siguiente de forma misteriosa y por desgracia cuando Warda les encontró estaban muertos.
–Bueno, fue la voluntad de Allah, ¿Qué le vamos a hacer? –dice Sidi
–O la voluntad del diablo. No, de varios diablos –replica Wafa con el aplomo y la audacia del mejor de los abogados

Uno de los hombres se adelanta. Intenta decir algo, pero Sidi, se lo impide. Wafa se vuelve a dirigir al juez 
–Este es Azman hijo de Abdalahi Mohamed, este es Mrabih hijo de Omar, este es Nayem hijo de Jaihina, este Gali hijo de Embarek y este es Aziz hijo de Azuha. 
Se hace un silencio inquietante.
–¿Y esto qué quiere decir? –pregunta Sidi. 
Los hombres permanecen atónitos.
–Usted es el juez –dice un niño de la primera fila, con aire desafiante– No se ha dado usted cuenta de que los padres de estos chicos han sido los que han sufrido los ataques?
–Ya veo –dice Sidi– Pero había más personas atacadas por la acusada.
–Lo que contó este señor –Wafa vuelve a señalar a Abdrabu– no es verdad. Sólo han sido atacadas cinco familias, o sea los padres de estos cinco. Estos cinco han sido los asesinos, los que mataron a los hijos de Warda.
–Bendito sea Allah –exclaman varios hombres a la vez.
–Ahora entiendo –dice Sidi, tragando saliva– la acusada ha actuado por venganza.
–Esto es absurdo –dice Abdrabu– ¿Cómo vamos a creer a unos mocosos..? Y encima ahora son ellos los que nos están juzgando a nosotros ¿no os dais cuenta?
–Y además, hijo –dice otro hombre– Allah maldijo a un ejército dirigido por una mujer.
–Solo somos niños –dice Wafa muy enojada, mirando al hombre que acaba de hablar– Pero como  ustedes no han sido capaces de hacer justicia la vamos a hacer nosotros. Bueno, en realidad, ya la hizo la acusada. Como está viendo, señor Sidi, aunque los culpables de la muerte de los hijos de Warda han sido niños, ella castigó a los padres como los verdaderos culpables, porque son ellos los que les educan y les enseñan. Y porque, al fin y al cabo, los niños, ya se sabe, a veces, pueden ser crueles, pero son sólo niños....
–No hay sentencia más justa, ni más ejemplar –exclamó Sidi– 

Los hombres le miran, incrédulos, con disimulado disgusto.
–Bueno, ya es suficiente. Niños quietos allí, junto a la acusada. Vamos a reconsiderar nuestra decisión –dice Sidi.

Los niños obedecen acurrucándose en la esquina junto a Warda, que ha estado allí desde que empezó el juicio, vigilada por un policía armado. Permanece inmóvil porque la tienen atada con cuerdas, y con la boca tapada por un trozo de cinta americana. Pero su mirada desafiante dice que no se resigna, que el destino lo marca ella.

Los hombres se han puesto todos de pies. Discuten acaloradamente unos con otros en el centro de la jaima, de espaldas a los niños y a Warda.
–Os ruego que os calméis y guardéis las formas. No podemos ponernos a la altura de los niños, pero tampoco se puede obviar que esto se ha complicado mucho más de lo que pensábamos –dice Sidi, con un tono conciliador– Hay que encontrar la solución más justa.

Abdrabu se remanga la camisa. Se limpia el sudor de la frente con un pañuelo y con gesto amenazador se dirigirse de nuevo a Sidi:
Usted como juez conoce muy bien las leyes de Allah. El profeta Muhammad, la paz y las bendiciones sean con él, nos transmitió un mensaje claro para resolver este tipo de conflictos. Por qué no aplica la ley basada en el hadiz que dice...

No había acabado de pronunciar la frase, cuando de repente se apaga la lámpara que iluminaba el interior de la jaima. El desconcierto se apodera de los presentes. A voces se reclama luz a las mujeres que estaban entretenidas en la cocina a punto de servir la cena. 
Un niño grita
–¡Corre!. 
Y Warda, liberada de sus ataduras, con la velocidad de un felino,  seguida de los niños, desaparece en la oscuridad de una noche, que nadie olvidará fácilmente. 

Vuelve la luz al interior de la jaima y con ella también algunos hombres que salieron en persecución de los fugitivos. Poco a poco se restablece la calma. Sidi invita a todos a irse sentando, por fin, para  cenar. Alrededor de una enorme bandeja de arroz y con abundante cordero asado encima, Sidi hace una última reflexión
–Ha sido la justicia divina hijo mío –dice, dándole una palmada suave a Abdrabu en el dorso de la mano izquierda– El destino está escrito… incluso para un perro.

5 agosto 2018



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