Por Lehdía Mohamed Dafa
Verano de 1990. Había viajado a la Habana desde la Isla de la Juventud donde me encontraba estudiando en compañía de un grupo de jóvenes saharauis para participar en un Festival Cultural Internacional. Nos hospedamos en una casa del antiguo barrio residencial Tarará, situado a unos veinte minutos de la capital. Aquel barrio, en su día, fue un complejo de urbanizaciones con balneario y cerca de quinientas casas lujosas pertenecientes a la burguesía cubana. Fidel Castro lo convirtió en el Campamento de Pioneros José Martí.
Para cruzar los 145 Km, unas 90 millas, que separan la Isla de la Juventud del Puerto de Batabanó de la Habana, el ferry, un viejo y lento cacharro de fabricación rusa, tardó casi 6 horas. El avión y la lancha rápida conocida como “la cometa”, que tardaban tan solo media hora y dos horas respectivamente, eran un lujo al alcance de muy pocos.
Llegamos al campamento pasadas las dos de la tarde. El calor era sofocante. Una capa de humedad pegada a la piel y mezclada con nuestro sudor nos empezaba a asfixiar a todos. Deseábamos desesperadamente una ducha. Pero en la casa no había agua…. Estábamos acostumbrados a los cortes de agua y electricidad. “No pasa nada”, nos dijo el monitor, “seguro que lo arreglarán pronto”. La playa, que estaba muy cerca era la solución; y ejercía un magnetismo irresistible.
Cada verano, el campamento Tarará acogía a una gran cantidad de niños de todos los rincones de Cuba y de muchos países del mundo. En esta ocasión, la playa estaba abarrotada de niños, pero algo llamaba poderosamente la atención. No se veía la mezcla de colores de las distintas razas, todos eran blancos como la nieve y de cabellos dorados. Algunos tenían un aspecto enclenque y la cabeza pelada. La escena nos resultó insólita, impactante. En contraste, nosotros, que también éramos niños, eso si con piel tostada y rebosantes de salud y energía, curiosos como gatos, no tardamos en saber que aquellos niños no habían venido a participar en el Festival Cultural. Aquellos niños rubios y pálidos, estaban allí gracias a un programa especial del Gobierno cubano. Mientras disfrutaban de su estancia en el Campamento de Tarará, recibían tratamientos médicos y rehabilitación para paliar una gran cantidad de dolencias físicas y psicológicas, algunas muy graves. Eran una pequeña parte de las víctimas del accidente nuclear de Chernóbil, en abril de 1986.
Hace unos días he podido ver la miniserie de HBO “Chernobyl”, que recrea aquella catástrofe. No quiero destripar lo que en la serie se cuenta, pero si decir que me ha gustado mucho; muy bien ambientada, con un exquisito cuidado de los detalles técnicos, estéticos y narrativos, y un extraordinario elenco de actores, entre los que destaca la magistral interpretación que Jared Harris hace del prominente científico químico Valeri Legásov. La serie además rinde homenaje a aquellos heroicos bomberos, mineros, soldados, etc., que a sabiendas o no de lo que les esperaba, se adentraron en la zona cero del infierno.
Todos, con Legásov a la cabeza, tratan de mitigar los efectos de la mortífera e invisible radiación, que te llega a angustiar aunque estés cómodamente sentado viendo la pantalla a miles de kilómetros y decenas de años. Pero muy pocos se atreven a investigar la causa de lo ocurrido para que nunca mas se vuelva a producir un accidente de esas características. El prestigio y la capacidad tecnológica de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas está en juego a los ojos del mundo. La mentira y la propaganda, una vez más, se convierten en un recurso que la “Gran Revolución Socialista de Octubre” exige.
A día de hoy, ni siquiera se sabe el número de víctimas directas o indirectas. Y tampoco el verdadero impacto económico, ambiental y social del mayor desastre nuclear de la historia de la humanidad. Quizás lo único cierto, es que Chernobil dinamitó la Perestroika de Gorbachov y aceleró la desintegración de la URSS, poniendo fin a 40 años de Guerra Fría.
Hoy, viendo la serie, he rescatado del olvido la imagen, en aquel verano de 1990, de aquellos niños, blanquitos y pálidos, jugando en la playa cubana del campamento de Tarará, víctimas inocentes de la incompetencia y las mentiras propagandísticas de un régimen totalitario. Solo la verdad nos hace libres. Y ninguna causa por justa y noble que sea, merece la mortífera radioactividad de la propaganda y la mentira.
Madrid, 6 junio 2019
Verano de 1990. Había viajado a la Habana desde la Isla de la Juventud donde me encontraba estudiando en compañía de un grupo de jóvenes saharauis para participar en un Festival Cultural Internacional. Nos hospedamos en una casa del antiguo barrio residencial Tarará, situado a unos veinte minutos de la capital. Aquel barrio, en su día, fue un complejo de urbanizaciones con balneario y cerca de quinientas casas lujosas pertenecientes a la burguesía cubana. Fidel Castro lo convirtió en el Campamento de Pioneros José Martí.
Para cruzar los 145 Km, unas 90 millas, que separan la Isla de la Juventud del Puerto de Batabanó de la Habana, el ferry, un viejo y lento cacharro de fabricación rusa, tardó casi 6 horas. El avión y la lancha rápida conocida como “la cometa”, que tardaban tan solo media hora y dos horas respectivamente, eran un lujo al alcance de muy pocos.
Llegamos al campamento pasadas las dos de la tarde. El calor era sofocante. Una capa de humedad pegada a la piel y mezclada con nuestro sudor nos empezaba a asfixiar a todos. Deseábamos desesperadamente una ducha. Pero en la casa no había agua…. Estábamos acostumbrados a los cortes de agua y electricidad. “No pasa nada”, nos dijo el monitor, “seguro que lo arreglarán pronto”. La playa, que estaba muy cerca era la solución; y ejercía un magnetismo irresistible.
Cada verano, el campamento Tarará acogía a una gran cantidad de niños de todos los rincones de Cuba y de muchos países del mundo. En esta ocasión, la playa estaba abarrotada de niños, pero algo llamaba poderosamente la atención. No se veía la mezcla de colores de las distintas razas, todos eran blancos como la nieve y de cabellos dorados. Algunos tenían un aspecto enclenque y la cabeza pelada. La escena nos resultó insólita, impactante. En contraste, nosotros, que también éramos niños, eso si con piel tostada y rebosantes de salud y energía, curiosos como gatos, no tardamos en saber que aquellos niños no habían venido a participar en el Festival Cultural. Aquellos niños rubios y pálidos, estaban allí gracias a un programa especial del Gobierno cubano. Mientras disfrutaban de su estancia en el Campamento de Tarará, recibían tratamientos médicos y rehabilitación para paliar una gran cantidad de dolencias físicas y psicológicas, algunas muy graves. Eran una pequeña parte de las víctimas del accidente nuclear de Chernóbil, en abril de 1986.
Hace unos días he podido ver la miniserie de HBO “Chernobyl”, que recrea aquella catástrofe. No quiero destripar lo que en la serie se cuenta, pero si decir que me ha gustado mucho; muy bien ambientada, con un exquisito cuidado de los detalles técnicos, estéticos y narrativos, y un extraordinario elenco de actores, entre los que destaca la magistral interpretación que Jared Harris hace del prominente científico químico Valeri Legásov. La serie además rinde homenaje a aquellos heroicos bomberos, mineros, soldados, etc., que a sabiendas o no de lo que les esperaba, se adentraron en la zona cero del infierno.
Todos, con Legásov a la cabeza, tratan de mitigar los efectos de la mortífera e invisible radiación, que te llega a angustiar aunque estés cómodamente sentado viendo la pantalla a miles de kilómetros y decenas de años. Pero muy pocos se atreven a investigar la causa de lo ocurrido para que nunca mas se vuelva a producir un accidente de esas características. El prestigio y la capacidad tecnológica de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas está en juego a los ojos del mundo. La mentira y la propaganda, una vez más, se convierten en un recurso que la “Gran Revolución Socialista de Octubre” exige.
A día de hoy, ni siquiera se sabe el número de víctimas directas o indirectas. Y tampoco el verdadero impacto económico, ambiental y social del mayor desastre nuclear de la historia de la humanidad. Quizás lo único cierto, es que Chernobil dinamitó la Perestroika de Gorbachov y aceleró la desintegración de la URSS, poniendo fin a 40 años de Guerra Fría.
Hoy, viendo la serie, he rescatado del olvido la imagen, en aquel verano de 1990, de aquellos niños, blanquitos y pálidos, jugando en la playa cubana del campamento de Tarará, víctimas inocentes de la incompetencia y las mentiras propagandísticas de un régimen totalitario. Solo la verdad nos hace libres. Y ninguna causa por justa y noble que sea, merece la mortífera radioactividad de la propaganda y la mentira.
Madrid, 6 junio 2019
ResponderEliminarImpactante testimonio.
Muchas gracias por compartir el recuerdo con mirada infantil de aquella tragedia.