Querido amig@,
Me gustaría escribirte esta carta en estos momentos tan difíciles para ti, tus seres queridos y tus compatriotas. Las desgracias no distinguen entre familias, amigos o fronteras. Paradójicamente, lo mismo ocurre con la fraternidad. Y es por ello, que aunque en estos momentos nos separen miles de kilómetros, he querido sumarme a esta admirable iniciativa de la Dra. Marín Campos. Quiero compartir contigo una historia. Espero que te sirva.
Cuando tenía 13 años, fui pastor en el desierto del Sáhara cuidando cabras, ovejas y también camellos. Cada día me despertaba a las 5 de la mañana para ordeñar las cabras y las ovejas (a las camellas solo se las podía ordeñar al anochecer por respeto a su dignidad, o eso decían mis antepasados saharauis), cogía un poco de harina para hacer pan, los vasos con la tetera y me montaba en mi burro. Un burro que siempre iba al lado contrario al que yo quería. Es el asno más astuto que he visto en mi vida. Me iba con el ganado en busca de un oasis que tuviera pastos y allí pasaba el día. Desde que amanecía hasta que anochecía. Día sí día también porque, como decía mi padre, “los animales tienen que comer todos los días”. El burro también. Además de astuto, era de buen apetito.
Al llegar al oasis buscaba algo de leña, hacía mi pan en la arena y cazaba un lagarto para preparar mi guiso del día. Casi siempre una salsa de lagarto con trufas del desierto, un sabor peculiar y casi indescriptible, pero de eso hablamos después.
Porque lo que quiero contarte es que fueron días eternos, de total soledad. Monótonos, abrumadores, desesperantes. El desierto se convirtió en una cárcel al aire libre y llegué a tal nivel de aburrimiento que, al encontrarme con una serpiente venenosa, en lugar de escapar me ponía a jugar con ella. Mi jornada laboral consistía en esperar a que el sol cruzara el cielo de un lado a otro, para luego volver a la “jaima” (la tienda en la que vivíamos) donde estaban mis padres y mi hermana. Hasta que un día no estaban. Al volver por la noche, me encontré la jaima vacía. Y supe de inmediato que eso solo podía significar que se habían ido con mi madre enferma al hospital más cercano. Ese hospital estaba a un día de camino. Y allí estaba yo, solo. Tenía miedo por mi madre, pero también tenía que pasar la noche en guardia para proteger a los animales de los chacales del desierto. Estaba “acojonado”, como decís en España. El simple susurro de las serpientes o los escorpiones que merodeaban me da daba pánico. Como no teníamos electricidad, mi única luz venía de la leña ardiendo. Encima tenía un cielo con mil estrellas, pero ese día no brillaba ninguna. Robusta, opaca y eterna, parecía que esa noche no se iba a terminar jamás. Pero terminó. Se hizo de día. Entonces entendí que debía ver esta situación como una oportunidad. La oportunidad de demostrarle a mi exigente padre que ya era un hombre adulto.
Claro que estaba preocupado por mi querida madre, pero tenía una responsabilidad. Debía volver a la rutina, a buscar un nuevo oasis para los animales; era mi manera de contribuir. Llegué a un nuevo oasis y se dio la casualidad de que ese día pude cazar tres lagartos enormes. Me comí uno y, los dos que me sobraron, los coloqué en los bolsillos de mi pantalón. Uno a cada lado, encajaban igual de bien que esos móviles Nokia antiguos. Volví a la jaima y con ellos hice el guiso de la cena, acompañado de nuestra comida típica: el cuscus. Para cuando mi padre regresó, a la tercera noche, ya me había hecho con la situación. Casi sin saberlo, me estaba convirtiendo en un hombre del desierto, que en mi cultura se dice que son tan duros como los camellos por las calamidades que superan. Porque uno no decide las cosas que vive, pero en muchas ocasiones puede decidir cómo vivirlas.
Claro que estaba preocupado por mi querida madre, pero tenía una responsabilidad. Debía volver a la rutina, a buscar un nuevo oasis para los animales; era mi manera de contribuir. Llegué a un nuevo oasis y se dio la casualidad de que ese día pude cazar tres lagartos enormes. Me comí uno y, los dos que me sobraron, los coloqué en los bolsillos de mi pantalón. Uno a cada lado, encajaban igual de bien que esos móviles Nokia antiguos. Volví a la jaima y con ellos hice el guiso de la cena, acompañado de nuestra comida típica: el cuscus. Para cuando mi padre regresó, a la tercera noche, ya me había hecho con la situación. Casi sin saberlo, me estaba convirtiendo en un hombre del desierto, que en mi cultura se dice que son tan duros como los camellos por las calamidades que superan. Porque uno no decide las cosas que vive, pero en muchas ocasiones puede decidir cómo vivirlas.
Ser pastor no fue una desgracia. Fue una suerte. Poco tiempo después de esto, conseguí ir a estudiar a España con una beca de estudios. Tuve la oportunidad de estudiar en el Instituto Ramiro de Maeztu de Madrid y luego en la Universidad Autónoma. Hoy soy enfermero, pero una parte de mí sigue siendo ese pastor. Mi vida ha cambiado en muchas cosas. Ahora hago turnos más cortos y me encargo de personas en lugar de cabras (aunque algunos de mis pacientes estén igual de locos que ellas), pero por suerte conservo algo de esa época en el desierto: la esperanza. Cada día se hace de día.
Querido amig@, créeme cuando te digo que conozco el desasosiego, la incertidumbre y el miedo. Pero créeme también cuando te digo que, si yo pude salir de esa cárcel al aire libre, tú y los tuyos podréis salir de esta tragedia. No estáis solos. Contáis con el cariño y el apoyo de muchas personas, empezando por la Dra. Marín Campos y el resto de sanitarios.
Eso sí, cuando todo esto pase, prométeme que prepararás un buen guiso. Que no sea de lagarto. Antes decía que era indescriptible, pero estaba mintiendo: sabe fatal.
Un abrazo fraternal,
Salamu, un saharaui como una cabra.