lunes, 31 de diciembre de 2018

Vienen mis nazarenos. Cuento de Navidad

Por Lehdía Mohamed Dafa

Érase una vez, en un remoto lugar del desierto del Sahara, un campamento de refugiados. Los días se sucedían soleados y calurosos; el otoño no existía; y el invierno apenas duraba un mes. La lluvia era un lujo con el que la naturaleza muy de tarde en tarde obsequiaba. A veces pasaban años sin que cayera una sola gota.

Los pobladores de aquel campamento vivían en una gran comuna fraternal y modélica. Todos trabajaban para todos, no había diferencias, reinaba la igualdad. No hacia falta el dinero y la canasta básica de alimentos llegaba regularmente de generosos donantes. Todos daban por buenas las decisiones que tomaban unos jóvenes abnegados, que parecían saberlo todo y que infundían una fe absoluta en la victoria, manteniendo alta la moral de los refugiados.

Las mujeres, mientras los hombres luchaban por reconquistar su territorio, con barro y sus manos construyeron escuelas, huertos, casas, consultorios, pero ninguna mezquita…. 

Las noticias se transmitían de boca en boca. La radio era un lujo. Los días se multiplicaban en fiestas patrióticas, donde la poesía, los bailes y hasta el teatro hacían disfrutar a todos. En aquellos años los artistas eran mucho más apreciados que los políticos o el imán.  
Pero aquella “Arcadia feliz”, y el entusiasmo de su utopía, fue poco a poco mutando hacia lo inmaginable. Los guerrilleros, con sus hazañas a cuestas, empezaron a rehacer su vida como comerciantes, mecánicos, ganaderos, profesores o agricultores. Y los habitantes del campamento se convirtieron en personas normales y corrientes, preocupados y ocupados en sus propios asuntos: cosas vitales o banales, interesantes o superfluas, complejas o inquietantes, pero sus asuntos. La nueva vida del campamento se fue volviendo monótona y aburrida. La moral ya no irradiaba el ir y venir o impregnaba las conversaciones. Pero, quizás por ello, el anuncio de cualquier novedad desataba ilusiones y esperanzas y se celebra con una exaltación desmedida.

A finales de diciembre de 1999 las mujeres fueron convocadas al ayuntamiento por el alcalde de la wilaya a un mitin informativo. A pesar de que la reunión duró varias horas de explicaciones y propaganda, muchas mujeres acabaron sin enterarse de nada. Y, como otras veces, tuvieron que volver a reunirse en la jaima de Mariam, con los niños revoloteando y alborotando, como suelen hacer en estas ocasiones. 


No había ocurrido nada similar en todos los años del campamento. Ni siquiera cuando se conmemoraba alguna de las muchas efemérides nacionales en la que todos se afanaban en exhibir los logros y ensalzar el valor de nuestro ejercito; o ni cuando se organizaba una gran fiesta por la llegada de los guerrilleros, que retornaban de permiso, después de largas estancias en el frente; ni siquiera en aquellos momentos en los que el pánico invadía el campamento cuando sonaban las campanas, a cualquier hora, y todos teníamos que meternos a toda prisa en las trincheras que cada familia había cavado junto a su jaima. Nunca sabiamos si se trataba de un simulacro o de una amenaza real de bombardeo. 

En la jaima de Mariam, ahí si, las mujeres han podido ir aclarando todas las dudas con las que había salido del mitin.

–El alcalde ha dicho que ya es oficial, que los nassara (nazarenos) están a punto de llegar. Los de Andalucia, Murcia y Castilla y León llegan el día 1; los de Madrid y Cataluña, el día 2; Castilla la Mancha, Zaragoza y el resto todavía no se sabe -dice Mariam. 
–Hay que estar atentas, porque llamarán por los altavoces del ayuntamiento para que cada familia vaya a recoger los suyos.
–¿Han dicho algo de los traductores? -pregunta una mujer.
–Están en contacto con unos chicos que han estudiado en Cuba a ver si nos echan una mano –contesta Mariam.
–A mí lo que me preocupa es la comida. ¿Sabéis si los nassara comen carne de camello?
–Lo importante es no darles nada que no esté bien cocinado y que solo beban agua embotellada.
– ¡Pues vaya hospitalidad! Yo pienso darles leche de cabra y sino leche en polvo.
–¡Qué no! Que tienen el estómago muy delicado. No querrás que se enfermen en tu jaima.
–Otra cosa –dice Mariam– tampoco van a dar la ayuda que se rumoreaba, los platos, vasos y cubiertos. Y lo más importante, el alcalde ha insistido en que no se puede pedir nada a los nazarenos. La dignidad de nuestro pueblo está por encima de todo.
–Pues yo les voy a pedir, por lo menos, una placa solar –dice Aicha.
–Y yo pensaba pedirles dinero para comprar una televisión para los niños –dice otra.
–Eso es fdaha (una vergüenza) Nosotros somos refugiados, pero no somos mendigos –dice una tercera.
–¡Ya estamos! Luego no me pidas que te cargue la batería para tus lámparas, cuando veas mi placa solar de cinco amperios
Las mujeres se echan a reír quitando importancia a las discusiones. Y un rato después se van retirando a sus respectivas jaimas.

Mariam, con la ayuda de varias vecinas, tiene todo casi preparado. Ha limpiado cada rincón de la cocina y de la rudimentaria caseta que hace de cuarto de baño. Ha cavado una fosa séptica nueva. Ha cambiado el techo de tela por uno de chapas de aluminio. Ha cosido los agujeros de la fachada de la jaima y ha estirado sus laterales y los vientos. Para el interior, entre todas, le han prestado unas cortinas de colorines, colchonetas, alfombras, las mesitas y un ramo de flores de plástico con su jarrón. También le han prestado una lámpara y una batería. Todo está listo e impoluto. Ahora toca lo más difícil, cuidar y mantener la limpieza y el orden a salvo de los niños y las cabras. Los niños suelen limpiarse las manos y sonarse los mocos con las cortinas o lo primero que pillan. Sus pies son como pequeños huracanes que arrastran  una gran cantidad de tierra, polvo y otros desperdicios que ven ensuciando las alfombras y  esteras. Y las cabras pululan entre las jaimas todo el día y con su hambre insaciable lo devoran todo. 

Ya es noche. Mariam ayudada por su vecina Najla ultima los detalles. Sus nazarenos llegan en unas horas. Está impaciente y nerviosa. Revisa la vajilla de platos, vasos y cubiertos de plástico y un juego de tazas de café que una cuñada le ha enviado. Examina la cafetera. No ha preparado un café en su vida. Su vecina Najla tampoco. Entre las dos consiguen abrirla , examinan cada pieza. Quieren probarla. Se ríen porque no saben dónde va el agua y dónde el café
–Ali cariño –grita Mariam a su hijo pequeño, que está jugando al balón– tu que has estado en España, ¿sabes cómo hacen los nazarenos el café?
–Mi familia lo hacen en una cafetera distinta que se enchufa –dice Ali, sin dejar de dar patadas al balón. 

Nadie, después de varios días de espera, se quiere perder la llegada de los nazarenos. En corros, la explanada del ayuntamiento se ha poblado de mujeres. Los niños se han situado en primera fila, pero poco a poco el sueño les va venciendo. Mariam y sus vecinas, pronto se han refugiado en el té, mientras rememoran viejos tiempos cuando a los nazarenos sólo se les veía de lejos como visitantes esporádicos y distinguidos. 

La noche lo envuelve todo y el silencio va proyectando su sombra. El cansancio hace el resto. 

Aquel 1 de enero de 2000, en todo el mundo la gente se despierta con la sensación de estar viviendo un momento histórico, un cambio de milenio. En los campamentos de refugiados saharauis es un día mas, pero teñido con la decepción de que al final los nazarenos no llegaron.  

Mariam está empezando a preparar del desayuno familiar. 

31 diciembre 2018

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