Lehdía Mohamed Dafa
—Sbah
el jeir —dijo el niño, descalzo, pantalones cortos y un silham, entrando en la
jaima. Sus cuatro hermanas y la madre, que rodeaban la hornilla de carbón, en
la que borboteaba el primer té con el que aplacar el frío de aquella mañana
gélida, se giraron al unísono, sorprendidas.
—Nos
han dado vacaciones —se apresuró a decir Said.
—¿Vacaciones
ahora, en invierno? —interroga la madre.
Las
hermanas preguntan, con cierto entusiasmo, si ha traído regalos.
—¿Qué te ha pasado en la tripa? la tienes abultada —dice la mas pequeña, mientras trata de
descubrirlo tocándole con avidez.
Él, sentado a su lado, se frota las manos y las extiende hacia el calor de la hornilla.
—Y, además, está muy dura, mamá. Tiene la tripa como una piedra —dice la niña.
El niño adopta una actitud grave
—Voy a parir —le dice al oído.
Sonriendo con picardía, mete la mano por debajo de la camisa y como por arte de magia, saca un libro que le ofrece a su hermanita. La madre levanta la cabeza de la bandeja del té
—¿Te lo han regalado? —pregunta la madre.
Él, sentado a su lado, se frota las manos y las extiende hacia el calor de la hornilla.
—Y, además, está muy dura, mamá. Tiene la tripa como una piedra —dice la niña.
El niño adopta una actitud grave
—Voy a parir —le dice al oído.
Sonriendo con picardía, mete la mano por debajo de la camisa y como por arte de magia, saca un libro que le ofrece a su hermanita. La madre levanta la cabeza de la bandeja del té
—¿Te lo han regalado? —pregunta la madre.
—Si,
si, claro —contesta atropelladamente Said.
—Pues
no será por tus notas —dice una de las medianas, con malicia.
—¿Tu
qué crees? Pues claro, envidiosa —contesta Said guiñando el ojo a la pequeña.
Acabado
el desayuno, mientras la madre recoge y ordena la jaima, las hermanas
corretean, quitándose el libro unas a otras y retándose a leer, aunque sea una
sola línea. La mayor abandona el juego mientras acusa a las otras de
maliciosas.
—Yo no soy un chico para saber leer —dice una de las medianas.
—Ya veréis cuando yo vaya al internado y aprenda a leer… —dice otra.
Pero es solo la pequeña, la que con decisión coge el libro, bien fuerte con ambas manos, y empieza a leer en alto, con una soltura que deja a todos boquiabiertos. La madre, la mira con una mezcla de orgullo y confusión, sin pronunciar palabra. La hermana mayor también la mira confundida.
—Ya te lo había dicho mamá, esta niña pasa mucho tiempo con los varones —dice.
La niña sigue leyendo, ensimismada, como si estuviera en el centro de una isla desierta. Su hermano se acerca.
—Lee este —dice el hermano, mostrando otro cuento, que ha sacado de la tripa.
Otra hermana, le arranca el libro de las manos y sale corriendo entre risas
—Se lo voy a dar de comer a las cabras, se lo voy a dar de comer a las cabra —repite como una cantinela.
La pequeña, presa de la impotencia, rompe a llorar y corre, detrás de ella. Todo es en vano. Said se acerca
—No te preocupes, tengo más. Luego te los traigo, pero es nuestro secreto, ¿eh?—le dice al oído con dulzura.
—Tenemos que hablar, no te vayas a ningún lado —dice la madre a Said
—Sólo un momento, mamá, voy a hacer pis y ahora vuelvo —contesta el niño.
—Yo no soy un chico para saber leer —dice una de las medianas.
—Ya veréis cuando yo vaya al internado y aprenda a leer… —dice otra.
Pero es solo la pequeña, la que con decisión coge el libro, bien fuerte con ambas manos, y empieza a leer en alto, con una soltura que deja a todos boquiabiertos. La madre, la mira con una mezcla de orgullo y confusión, sin pronunciar palabra. La hermana mayor también la mira confundida.
—Ya te lo había dicho mamá, esta niña pasa mucho tiempo con los varones —dice.
La niña sigue leyendo, ensimismada, como si estuviera en el centro de una isla desierta. Su hermano se acerca.
—Lee este —dice el hermano, mostrando otro cuento, que ha sacado de la tripa.
Otra hermana, le arranca el libro de las manos y sale corriendo entre risas
—Se lo voy a dar de comer a las cabras, se lo voy a dar de comer a las cabra —repite como una cantinela.
La pequeña, presa de la impotencia, rompe a llorar y corre, detrás de ella. Todo es en vano. Said se acerca
—No te preocupes, tengo más. Luego te los traigo, pero es nuestro secreto, ¿eh?—le dice al oído con dulzura.
—Tenemos que hablar, no te vayas a ningún lado —dice la madre a Said
—Sólo un momento, mamá, voy a hacer pis y ahora vuelvo —contesta el niño.
Said no
volvió hasta que el sol hubo desaparecido por el horizonte, como era su
costumbre. Se pasaba el día cazando lagartos en las afueras del campamento. Con
ellos asustaba a otros niños y a las mujeres, y también se los zampaba con sus
amigotes. Sólo se comían las colas peladas. Les encantaban. Las cocinaban en
tierra caliente, y “pa dentro”.
Aquel
día Said volvió con un lagarto pequeño y un saco enorme.
—Perdóname mama, llego tan tarde porque no quise llamar la atención —dice el niño.
El saco estaba repleto de libros de todos los tamaños y colores. Entre él y su amigo Salem lo habían traído a lomos de un burro, al que llamaban “Soldado”.
—Perdóname mama, llego tan tarde porque no quise llamar la atención —dice el niño.
El saco estaba repleto de libros de todos los tamaños y colores. Entre él y su amigo Salem lo habían traído a lomos de un burro, al que llamaban “Soldado”.
Said
y Salem, ese viernes, por un día, fueron plenamente felices. Era 1978.
El sábado, por la mañana, eran devueltos al internado del que habían escapado.
El sábado, por la mañana, eran devueltos al internado del que habían escapado.
–El
lugar de los niños es el colegio, porque son la munición del futuro —sentenció
el director flanqueado por dos educadores con los que había ido a
buscarles.
Mientras
el maestro, delante de toda la clase, les estaba sometiendo a un humillante
castigo por su fuga, que incluía una buena ración de azotes y el inevitable
rapado, Said imaginó a su hermana pequeña, cómplice infantil de mil
aventuras, feliz e inmersa en la lectura de aquella biblioteca. Y sonrió para
sus adentros pensando: por suerte, no han echado en falta los libros…
1
diciembre 2017
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