viernes, 1 de noviembre de 2019

Acercándome a la tumba de mi madre

Lehdía Mohamed Dafa 

Como cada año, hoy, 1 de noviembre, vamos al cementerio. Nuestra primera parada es el puesto de las flores. Compramos siempre las mismas: crisantemos blancos, claveles rojos y algunas ramitas verdes. Es una tradición cristiana, que no tiene equivalente en la cultura musulmana, no al menos en la saharaui. Para mí, es una tradición entrañable.  


Mi suegra, con gestos decididos y el dolor reflejado en su cara, limpia la tumba de su difunto marido, barriendo las ramas secas y disolviendo el polvo de todo un año con agua abundante. Luego frota el mármol hasta dejarlo reluciente. La contemplo, y como cada año, mis pensamientos buscan a los seres que he perdido, pero sobre todo a mi madre. Ella murió muy joven, hace ya 40 años, en el cuartucho de un hospital perdido  en medio de la nada, en los campamentos de refugiados saharauis. Eran tiempos en los que no se permitía que los enfermos tuvieran acompañantes. Así que, jamás supimos cómo murió ni dónde la enterraron. De todo se encargaron las autoridades. Y como manda la tradición musulmana, la enterrarían lo antes posible, sin tiempo ni oportunidad para velarla. ”¿Rezaron por su alma?” Se preguntó, una y otra vez, mi abuela durante años. 

Mientras ayudo a mi suegra, busco, escudriñando desde lo alto como un pájaro, la tumba de mi madre. Recorro la hamada, conozco muchos de los cementerios y se que si viera su tumba la reconocería de inmediato, pero por desgracia no lo consigo. Nada, no la encuentro por ninguna parte. Me resigno con una punzada de dolor y el manto de la angustia. Sé que en el desierto el sol, la arena y el siroco, lo envuelven todo, lo mueven todo, lo queman todo. 

Vuelvo a la realidad y veo que el cementerio, el cementerio de la Almudena ("al-mudayna", ciudad amurallada, fortaleza) se ha ido cubriendo de un manto de flores. Mil colores y formas se abren camino espantando la huella del otoño que había cubierto los sepulcros de polvo, descomposición y olvido.


Terminamos de colocar las flores distribuyéndolas armoniosamente entre los tres compartimentos del florero colocado a los pies de la tumba del abuelo. Mi suegra intenta enderezar su espalda vencida y con gesto serio, en un murmullo apenas audible, reza algo al que fue su otra mitad, su compañero de vida. Yo en silencio, año tras año, he ido acercando la tumba perdida de mi madre aquí, a este día, en este tranquilo y bonito cementerio. Te quiero mamá.

1 noviembre 2019

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