Cada noche espero noticias de mi padre.
Hace ya casi un año que decidió vivir en la badía, el desierto, en
su caso el territorio del Sáhara Occidental no ocupado por
Marruecos.
Bajo la jaima, acompañado por su mujer y una de mis hermanas, tuve la fortuna de oírle contar sus aventuras; de maravillarme por sus conocimientos de las plantas y animales del desierto; y de discutir sobre un Islam, que él vive como virtud, alejado de cualquier tipo de imposición.
Bajo la jaima, acompañado por su mujer y una de mis hermanas, tuve la fortuna de oírle contar sus aventuras; de maravillarme por sus conocimientos de las plantas y animales del desierto; y de discutir sobre un Islam, que él vive como virtud, alejado de cualquier tipo de imposición.
Hace un par de noches recibí una llamada. Era mi
hermano mayor, Salem. Llamaba desde los campamentos de refugiados
saharauis en Tinduf (Argelia)
- Salam alekum
- Alekum bisalam
(El saludo, como es costumbre entre los
saharauis, se prolongó durante más de un minuto con las frases de
cortesía habituales)
- ¿Cómo estás, hermana?
- Bien, ¿y vosotros?
- Todo bien, dice mi hermano al otro
lado de la línea.
- ¿Qué sabéis del viejo?, le
pregunto
- Vino un mensajero hace un par de
días.
- ¿Qué cuenta? ¿necesitan algo?
- Están muy bien todos, lo único que
necesitan es más azúcar. El viejo ha pedido que le enviemos cuanto
antes un sudario….
- ¿Un sudario…? Me acongojo, me
tiembla la voz…
Nuestra familia es nómada, ha pasado
por todas las peripecias que el desierto depara a sus pobladores,
pero no recuerdo que ninguno de mis abuelos o tíos, hiciera nunca
una petición tan insólita como la que ahora hacia mi padre. Todos
mis hermanos están confusos y entristecidos. Siempre hemos visto al
“viejo” lleno de vida e ilusión, a pesar de sus 86 años. Y
ahora parece que quiere enfrentarse a la muerte, cara a cara, con
resignación, supongo que fiel a sus creencias, como la voluntad de
Alah.
En lo que llevamos de año han muerto
sus dos hermanos mayores, y sin duda eso ha hecho mella en su ánimo,
que para mí siempre fue el de un auténtico titán.
Su extraña petición de que le
enviemos cuanto antes un sudario está presente en todas las
conversaciones familiares. En algunos casos ha provocado las
inevitables lágrimas, pero también en otros, los más jóvenes, ha
dado lugar a algún comentario jocoso.
Y resulta que no todo es tan extraño.
Su petición responde a un dictamen de la sharia, según el cual, un
buen musulmán hace bien en tener preparada su mortaja en vida; y
debe evitar que la muerte le sorprenda con deudas.
El sudario, o mortaja, que los
saharauis utilizamos es un trozo de tela blanca nueva o usada, sin
adornos de ninguna clase, compuesto normalmente por tres piezas para
los hombres y cinco para las mujeres. En él se envuelve al muerto,
una vez aseado su cuerpo, antes de ser enterrado. Antiguamente, esta
práctica de tener a mano el sudario era bastante habitual entre los
saharauis. Y la tradición dictaba, guardarlo durante un año, y si
al cabo del mismo no se había producido el fallecimiento, regalarlo
a otra persona y hacerte con uno nuevo.
Pero el problema ahora es que nadie
quiere llevarle el sudario, sería como acercarle la muerte a las
manos. Y todos nos debatimos entre la obediencia al buen padre y el
trance que supone cumplir su deseo. Mi padre consciente o no de la
situación sigue insistiendo porque según dice: “Sé que mi día
final está escrito, yo ya no vuelvo a los Campamentos; y cuando
llegue mi hora quiero morir en mi tierra con dignidad. Mirad a Aicha,
-una familiar nuestra- lleva años viviendo aquí en la badia,
¿sabéis cuántos sudarios lleva regalados? Ya mas de 15”
Lehdía Mohamed Dafa
3 de septiembre de 2016
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