Lehdia Dafa
Salka había pasado el día aguardando la llegada de unos invitados en aquella modesta casa encaramada en la ladera de una montaña olvidada. Cansada y solitaria, organizó meticulosamente la comida en varios contenedores antes de guardarla en la nevera. Después, se entregó al reconfortante vapor de una ducha caliente. Con la piel aún húmeda, se sentó en un desvencijado taburete y, mientras recortaba las uñas de los pies al compás de una melodía casi inocente, el destino decidió trastocar la calma de aquella tarde.
Justo cuando estaba concentrada en el tercer dedo del pie izquierdo, una sombra descomunal oscureció la luz que se filtraba por la claraboya del baño. Al alzar la vista, sus ojos se toparon con la silueta de un pájaro imponente y antinatural, posado en la penumbra como una estatua viva, con las alas extendidas en un gesto casi amenazante. Un escalofrío recorrió su espina dorsal; la extraña presencia despertó en ella una mezcla de vergüenza y desconcierto al verse expuesta en su intimidad. Sin pensarlo, se apartó y envolvió su cuerpo en el albornoz que colgaba cerca de la ducha, mientras la criatura la observaba con una mirada gélida y fija, imposible de descifrar.
Recobrando la compostura, Salka dirigió una mirada desafiante al visitante emplumado y, con voz serena pero firme, le ordenó: “¡Vete de aquí!”. El ave, en una respuesta que rozaba lo humano, arqueó sus cejas en un gesto de asombro antes de continuar observándola con un aire enigmático. El latido de su corazón se intensificaba, pero ella se esforzaba por aparentar calma. Tras unos interminables minutos de incertidumbre en los que el pájaro deambulaba erráticamente por la claraboya, finalmente se elevó en un vuelo silencioso, como si se desvaneciera en el crepúsculo.
Una vez disipado aquel extraño encuentro, Salka se dispuso a retomar su rutina. Con el albornoz ya fuera de su cuerpo, se untó crema sobre la piel, y se vistió con un suelto vestido y una melhfa ligera, intentando, sin éxito, borrar el rastro del inquietante suceso.
Decidida a reprimir los recuerdos, cubrió la terraza con una estera de junco y encendió una hoguera de carbón sobre una hornilla saharaui tradicional, y se puso a preparar té. Al mismo tiempo, el aroma de un incienso especial, destinado a ahuyentar espíritus malignos, se entrelazaba con la música suave de Haul. La voz poderosa y a la vez dulce de la mauritana Dimi mint Abba entonaba, evocando versos de “en la puerta del Alambra fue nuestro encuentro”, un antiguo poema del sirio Nizar Kabani, que parecía murmurar secretos de antaño.
Pero la paz era efímera. Apenas había servido la primera ronda de té, decenas de pájaros de variadas especies irrumpieron en el patio. Al principio, Salka intentó espantarlos, mas su número crecía de forma inexorable. Con resignación, esparció migas de pan, y los pequeños seres se lanzaron en una voraz disputa, devorando cada trozo y metiendo los picos dentro de la tetera extrayendo las hojas de te hirviendo y el que estaba en la caja todavía seco, con una intensidad casi febril. Cuando, al fin, no quedó ni rastro del alimento, algo insólito sucedió: la multitud se disolvió en el aire, dejando tras de sí a un único pájaro que la observaba con una mirada hambrienta y desconcertante. ¿Cómo podía aquel solitario ser consumir una barra entera y un paquete de te verde con semejante voracidad? ¿Y qué secreto se ocultaba tras esa mirada penetrante?
Con el alma inquieta, cerró las ventanas y corrió las cortinas, intentando encerrar aquel misterio tras el velo de su hogar.
Al amanecer, una nueva idea se gestó en su mente. Decidida a descubrir el enigma, abrió la claraboya y, en lugar de pan, depositó un generoso trozo de carne en una de sus esquinas, para luego sellar de nuevo el oscuro oráculo. No tardó en reaparecer el visitante. Salka lo esperaba, temblorosa, en el cuarto de baño, envuelta nuevamente en su albornoz. El pájaro, inmóvil y perturbadoramente puntual, se desplazaba lentamente, observándola con intensidad. Con voz cargada de intriga y miedo, ella gritó: “¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?” En respuesta, el ave asestó un violento picotazo en la claraboya, dejando un agujero hendido que parecía una herida abierta en el tiempo. Convencida de que la criatura había irrumpido en el interior, Salka se apartó bruscamente y cayó al suelo, sumida en el desconcierto.
Cuando le volvió la conciencia, se encontró tendida sobre una cama estrecha en una habitación extraña, cuyas paredes se fundían en un inquietante tono verde-azul. Del techo colgaba una lámpara cuya luz blanca, casi fantasmagórica, revelaba detalles que parecían sacados de un sueño febril. Rodeada de figuras ataviadas con uniformes que imitaban los matices de las paredes, se percató de que no conocía a ninguno de ellos. Al cerrar los ojos de nuevo, la silueta del misterioso pájaro emergió, arrastrando en su pico el trozo de carne que había dejado encima de la claraboya días antes. Intentó gritar, levantarse, escapar; pero su cuerpo se rehusaba a obedecer, inmovilizado como si estuviera cosido a la fría realidad de aquella cama.
Finalmente, al abrir los ojos con dificultad, descubrió que el ave había desaparecido, siendo reemplazada por la figura de un hombre alto y delgado, de mediana edad. Su traje oscuro contrastaba con la paleta de colores que impregnaba la habitación, y en su cabeza lucía un gorro adornado con dibujos y tonalidades vibrantes. De su rostro emergían dos ojos que brillaban como esmeraldas, enmarcados por tupidas cejas, y un mechón rebelde caía sobre su sien derecha, evocando en Salka un recuerdo olvidado pero perturbador. De nuevo, el terror se apoderó de ella, y con manos temblorosas intentó cubrirse el rostro con la sábana, cuando, de pronto, una voz enigmática y casi burlona le susurró al oído: “Que la disfrute”.
Empapada en sudor, Salka se incorporó con un sobresalto. Y, al abrir los ojos con renovada fuerza, observó cómo la luna se asomaba a través de un enorme agujero en el techo de la jaima, como si quisiera colarse en ese refugio de secretos. Miró a su alrededor: los invitados, ajenos al torbellino de sus emociones, dormían plácidamente entre bandejas repletas de restos de comida. Lentamente, deslizó sus manos bajo el camisón, recorriendo sus caderas, y en la izquierda, su tacto se detuvo en una enorme y dolorosamente marcada cicatriz.
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