sábado, 4 de enero de 2025

Aquel día

Lehdia Dafa

 Eran las nueve de la noche y en la bulliciosa calle “comercial”, que linda con la jaima de Jadiyetu, sólo un par de tiendas todavía no han echado el cierre. Por fin, dentro de la jaima se respira paz.

–Vamos a tomar un té con leche y guindilla –dice Maimuna, a su madre y su tía Alia que está de visita– Había venido desde El Aaiún ocupado en un viaje organizado por ACNUR para las familias saharauis que llevan años separadas.

Jadiyetu lleva un año postrada. De repente el lado derecho de su cuerpo se quedó sin fuerzas. Un médico español, que estaba en los campamentos como cooperante aquellos días, le dijo que había tenido un ictus, porque tenía el azúcar y la presión arterial muy altas. Ella no lo sabía.

 –Por más que sepa Antonio de estas cosas, te digo yo que ha sido una tichyira. Vino a verme el curandero y me lo confirmó – le cuenta a todos–

–Bueno, termina de contarme –le dice Alia a su hermana– Entonces, ¿qué pasó aquel día?, cuando llegó Neytu, a los campamentos, que Allah la tenga en su gloria.

–Como te decía, aquel día llegó Neytu con sus hijos a lomos de un burro ¡Qué día tan!... –dice Jadiyetu apesadumbrada– Era febrero de 1976. Hacía mucho frío, y soplaba charguía casi a diario. Al principio de la tarde oímos unos gritos que sembraron el pánico en el campamento. El miedo a un ataque aéreo o al envenenamiento de los pozos, o a cualquier otro peligro, hacía aflorar nuestra rabia acumulada; y como que sólo estábamos aquí mujeres y niños, imagínate, sentíamos mucha angustia, mucha impotencia, indefensión. Fuimos corriendo a ver lo que estaba pasando. En el refugio de Neytu, su hija pequeña Mariam, que tan solo tenía seis años, estaba muy dolorida, gritaba como si estuviera poseída. Era morena y delgada, pero de aspecto saludable y muy guapa. Tenía unos ojos de gacela preciosos y un cabello negro como el azabache con unas trenzas tupidas y largas. Sus hermanos le habían enseñado todas las artimañas y juegos típicos de chicos. Era especialista en cazar todo tipo de bichos. Se pasaba el día metiendo la mano en las madrigueras, sacando ratones y lagartos sin el menor atisbo de miedo; encima, los asaba y comía igual que hacen los varones. Hablaba con las hormigas y las amaestraba, disecaba cucarachas y escarabajos, en fin, se podría decir que era un bicho más. Sin embargo, aquella tarde estaba rota por el dolor y deliraba sin parar. 



–Quiero irme a la casa de Smara, mamá. No quiero dormir aquí. Me duele, me duele –Se calla y vuelve a gritar– ¡Mira mamá, por allí vienen, por allí! 

Aquel día Neytu estaba derrotada por el cansancio de la travesía. Tardó una semana en cruzar la frontera. Su cara alargada se veía más pálida que nunca. Pero, a pesar de todo, conservaba su elegancia y entereza. Con ella estaba su cuñada Aicha, ¿la recuerdas? Era muy joven y sin experiencia; nunca había visto a alguien tan perdido por la impotencia. Las lágrimas surcaban sus mejillas, abanicaba a su sobrina con el lateral de su melhfa y le decía:  –Pronto volveremos a casa, y estarás bien –

 Entre las mujeres que habían acudido, una había sugerido que buscaran a Safía. Era la única que podía curarla.




Mariam seguía gritando y delirando:  –¡Escucha mamá! ¡Ha caído otra bomba! ¡No me sueltes! ¡tengo miedo! ¿Dónde estás mamá? – decía mientras se agarraba con fuerza a su madre.

La mayoría de aquellas mujeres, concentradas alrededor de Mariam, no nos conocíamos de nada, pero la desgracia compartida de aquellos días y la particular de Mariam nos habían unido. Era posible que Allah nos estuvieses dando una fuerza fuera de lo común. Y si, no nos dejábamos amedrentar por todas aquellas calamidades. Parecíamos un enjambre de abejas: unas preparaban un brebaje a base de plantas, otras amasaban pan; unas hacían una hoguera, un té caliente; y todas orando sin parar. También había quien aprovechaba aquellas circunstancias tan desoladoras para desahogar sus propias penas llorando y gritando de forma desproporcionada. Una, llegó a decir que, si no fuera por la locura de esos jóvenes que se llaman Polisario, no estaríamos aquí; otras, maldecían sólo a Marruecos; otras culpaban a la Yama'a y los chiujs, diciendo que habían sido unos cobardes y aprovechados, porque no nos habían defendido contra España; otra se aferraba a que “esto no durará” y que en unos días estaremos de vuelta en nuestras casas.

La noche avanzaba implacable y Safía no llegaba. Fatma que era la jefa del campamento se acercó a Mariam y, después de examinarla, propuso un remedio del que no se había oído hablar nunca: pidió la cabeza de una mosca muerta.

–Mira Neytu –dijo– he visto a mi abuela usar este remedio para la picadura de serpiente y de escorpión. Hay que hacer un pequeño corte en el lugar de la picadura, se deja sangrar un poco, y luego, en el corte, se introduce la cabeza de la mosca lo más profundo posible. Con ello se absorbe el veneno, si hay, y baja mucho la inflamación y el dolor.

En ese momento llegó Salem, que había ido a buscar un amuleto que preparaba un tal Mohamed Lamin. Con decepción y angustia en su voz dijo que el señor Mohamed Lamin, se había incorporado al Frente aquella mañana y añadió: pero su mujer me dio esto para leerlo.

La noticia nos cayó como un jarro de agua fría, sobre todo a Neytu, claro. Llevaba cinco horas con su hija en brazos muriéndose. No había dormido desde hacía semanas. Empezaba a estar al límite de sus fuerzas y de su paciencia. Sin pensar ni importarle la reacción de las demás, cogió aquel trozo de papel, que estaba bien doblado en cuadrados, de la mano de su hijo y con rabia lo lanzó lejos. Cayó justo en mi regazo.

Ninguna de las que estábamos allí sabíamos leer. Así que, pedimos a Salem que lo leyera. Entre la tenue luz del rudimentario candil y la letra casi ilegible del amuleto, poco pudo hacer el pobre niño. –Es que lo escribió el hijo pequeño del chaman –dice Salem angustiado– Pero siguió intentándolo, quería ayudar como sea, el dolor de su hermana era suyo. –Aquí pone que hay que leer la sura de Ayat el Cursi 

Nos quedamos mudas, ninguna sabía del Corán más que Alfatiha. De repente Sukeina dice: –No te preocupes Neytu, yo me la sé– Y empezó a recitar. En realidad, recitaba los únicos versos que sabía de un poema antiguo.

 En ese instante llegó Safía. –Perdonen el retraso, mis tres hijos están con vómitos, diarreas y fiebre muy alta desde esta madrugada –dijo Safía.

–Eso es el cólera– me dijo mi amiga Sukeina al oído, mientras me pellizcaba el muslo. De nuevo el corazón me dio un vuelco.

Era una mujer de verbo inteligente, pero tenía unos rasgos físicos inquietantes. Era extremadamente delgada, muy alta, de nariz alargada, ojos saltones y aunque de color miel transmitían una profunda amargura. Tenía unas trenzas muy largas teñidas de henna, que colgaban por debajo de sus enormes senos. Además, llamaba la atención que no ocultaba el cabello con el cuidado y delicadeza típica de todas nosotras. Era un “bicho raro” murmurábamos todas. 

Safía se acercó a la niña, que estaba al límite de sus fuerzas. Ya no gritaba ni deliraba, sólo sudaba y gemía. Lo primero que hizo fue recitar un fragmento del Corán que nunca había oído. Su voz sonaba como un murmullo que viene de la lejanía. Después de un breve silencio, abrió los ojos y con un tono lleno de misterio dijo:

–Deberías mudarte cuanto antes Neytu. Este lugar –señalando hacia abajo– está encantado. Aquí hay espíritus malignos por todas partes, que son los que te han infligido la desgracia. ¿Te fijaste si había restos de sangre o cenizas cuando construiste el refugio?

–No, no vimos nada –dijo Neytu, muy serena.

 A las que permanecíamos junto a Neytu se nos abrieron los ojos del susto casi a la vez, y a coro dijimos: ¡Bismilahi rahmani Arahim! (¡Alabado sea Dios, el sublime, el misericordioso!). Algunas empezaron a murmurar maldiciendo al demonio para espantarle. Y las que no estaban rezando en alto, empezaron a hacerlo. Safía, sin embargo, no se inmutó;

siguió recitando un fragmento tras otro del Corán, mientras sujetaba la cabeza de la niña con sus enormes manos.

–Vete tú a saber si esto es Corán de verdad –vuelve a murmurar Sukeina.

–Mujer, no has oído que ha mencionado a Allah varias veces –le contesté.

–¡Ay! si estuviéramos en el Sáhara, en el hospital de los nasara (españoles) le pondrían una inyección y se cura enseguida –dice Sukeina.

Esta vez Safía, dejó de recitar el Corán, miró a Sukeina y con un tono muy misterioso le dijo:

–Sólo unas gotitas de nuestra saliva son más potentes que cualquier remedio de los nasara, que Allah los maldiga. No te das cuenta que todo este desastre ha sido por su culpa.

En fin, con la voluntad de Allah el veneno se evaporará enseguida. Después de un breve silencio, –No se asusten –vuelve a decir Safia, muy seria y solemne– tenemos este poder porque mi abuela había sido serpiente. Allah todo lo sabe, todo lo puede, y bendice a quien quiere.

Con estas palabras nos dejó perplejas y con más miedo que nunca.

Cuando Safía se inclinó sobre Mariam y su viscosa saliva empezó a fluir sobre su mejilla, me entró una náusea que me removió todo el cuerpo. Sentí un fuerte vértigo. Mi cabeza parecía un remolino de arena. Me acordé de la primera bomba, que cayó a unos metros de nuestra jaima en Guelta derribándola. La gente, presa de pánico, huía en cualquier dirección. Pasamos días y noches en compañía solo del frío, y el hambre. Había que esquivar las bombas que caían del cielo y los escorpiones y culebras que acechaban por el suelo. Creo que perdí el conocimiento. Y durante unos segundos vi una escena que todavía me quita el sueño: vi a Safía convertirse en una serpiente cascabel; su saliva era un veneno verde nauseabundo y sus largas trenzas estaban levantadas formando dos prominentes cuernos. Sin embargo, Mariam estaba radiante y sonreía mientras la estaba estrangulando con las manos.

Jadiyetu bostezó, y le dijo a su hermana Alia: –rezamos y a dormir. Mañana te cuento el resto.



No hay comentarios:

Publicar un comentario