lunes, 18 de julio de 2022

Una promesa incumplida

Por Lehdía Mohamed Dafa


Me lo contó una fría noche de invierno. Apenas hacia unas horas había ocurrido algo que pudo llegar a ser una tragedia. Al más pequeño de la familia, un sobrino de tan sólo cinco años, le había picado un escorpión durante la siesta en varias partes del cuerpo. Después de casi cuatro horas de angustia y temores, los médicos del Hospital Militar de Tinduf nos dijeron que se encontraba estable y su vida ya no corría peligro. Menos sus padres, que se quedaron cuidándole, los demás volvimos al campamento. 

En el cuarto de adobe, nuestro salón, frente a la jaima, mis padres y yo intentábamos sobreponernos del susto en torno a un té cocido al carbón. Mi madre seguía conmocionada, no había vuelto a abrir la boca desde que regresamos del hospital. Se aisló en una esquina con mis dos hijas pequeñas en su regazo, las abrazaba con fuerza, como si quisiera protegerlas de cualquier mal. 

En contra del dicho sobre las tres rondas del té saharaui; amargo el primero como la vida, dulce el segundo como el amor y suave el tercero como la muerte, mi padre, que reniega de este tópico infundado, nos sirvió un primero como lo ha hecho siempre: caliente, suave, muy dulce y con mil hierbas que lo curan todo. Al rato, volvió a cargar la tetera de agua, añadió una pizca de hojas verdes de té y avivó el carbón con el fuelle.

Fuera, hacía un frio cortante, oscuro. De vez en cuando se escuchaba el estertor de un viento del este, que llevaba varios días hostigando las jaimas, pero que parecía irse apaciguando. Los tres mirábamos con preocupación la lámpara cuya luz era cada vez más tenue. Aquella tarde no habíamos tenido tiempo para reorientar la placa solar y la batería estaba bajo mínimos. No quedó mas remedio que tirar de la lámpara de gas, una reliquia que mi madre venera porque fue el primer regalo que le hizo mi hermano mayor a principios de los ochenta cuando los estudiantes en Libia eran los únicos saharauis que tenían dinero gracias a una cierta generosidad de Gadafi.

La velada se prolongaba bajo un manto de silencio por la angustia vivida, hasta que mi padre con tono serio dijo:  

- Siempre hay que dar gracias a Allah. Hoy las medicinas son muy buenas y los doctores, que están en todas partes, alhamdulilah, siempre intentan evitar cualquier desgracia. 

Una vez, hace muchos años, tú todavía no habías nacido, yo llevaba varias semanas nomadeando sólo con los camellos. Estaba contento porque el año había sido bueno. Había llovido bastante y el pasto alfombraba buena parte de la región de Zemur. Por suerte, aquella vez me habían tocado sólo los camellos; me gustaban mucho y la verdad es que no se me daban nada mal. Mis hermanos, que lo sabían, aquel año me libraron de las cabras y las ovejas. A las cabras no las soportaba, siempre me han parecido un mal bicho del demonio; y tampoco a las ovejas tan tranquilonas y con tan pocas luces. Nada que ver con el porte y la fuerza elegante de los camellos. Como te decía, me sentía feliz. Iba de un valle a otro viendo cómo engordaba la manada. Sus jorobas cada día estaban más abultadas, y me deleitaba con colocarme detrás y ver cómo se balanceaban sobre sus lomos. Yo casi era uno más de la manada, me pasaba el día, como una abeja, de árbol en árbol, recolectando y comiendo hojas y frutos silvestres, sobre todo dmaj; había mucho, rojo oscuro como la remolacha, muy maduro, dulce, y saciante; una bendición. 

Cuando llegó el día de iniciar el viaje de vuelta me levanté temprano. Me dispuse al rezo del alba. Encendí una hoguera. Cocí un té, y me tomé la tetera completa, con un poco de “pan de tierra” que me había sobrado del día anterior. Dejé preparado mi camello, aunque como siempre, no lo montaría hasta que el cansancio me empezara a hacer mella. Los camellos ya sabían, no me digas cómo, que esa mañana partiríamos. En cuanto terminé de rezar, empezaron a levantarse y a juntarse ellos solos. Caminaban con calma, sin mirar atrás, como suelen hacer. Satisfecho, les miraba y pensaba en la cara que pondrían tu abuela, tu madre y tus tíos cuando en un par de días, los vieran. Serán la envidia de todos. 

Avanzábamos a través de la llanura humeante por efecto de los espejismos, atravesando dunas y valles reverdecidos en sus últimos días de esplendor. Lo único que se oía eran las pisadas armoniosas de los camellos como notas de una melodía de piedras y arena. 

Decidí parar para pasar la noche cuando los últimos rayos de sol se escondían detrás del horizonte y una atmósfera de tenues nubes y polvo preludiaba el centellear de las infinitas estrellas que cada noche iluminan nuestro desierto. 

Estaba bajando la montura de mi camello, cuando de repente este empezó a gruñir. A veces lo hace para llamar la atención, sobre todo cuando ve que estoy cuidando a otros, y a veces simplemente porque está cansado. Le ignoré. Me puse a recoger unos arbustos para encender una hoguera para otro té, que acompañado con la leche recién ordeñada de alguna camella sería más que suficiente para la cena. De nuevo el camello volvió a gruñir, esta vez mucho más nervioso. No había dado dos pasos para tratar de calmarle, cuando sentí un fuerte dolor en el talón del pie izquierdo.  

Mi padre hizo una pausa. Volvió a avivar el fuego. Echó una discreta y tierna mirada a mi madre, que seguía inmóvil en su esquina favorita. Envolvía a mis hijos dejando reposar sus cabezas encima de sus fuertes brazos. Un hilo de saliva, que discurría por un lado de su boca, caía sobre la almohada en la que estaba recostada. Estaba profundamente dormida. Mi padre prolongó su silencio. Intuí que lo que estaba a punto de contarme superaba su habitual entereza y le había dejado una huella profunda. La pausa no le viene mal, pensé.

 – Espérame -le dije- voy un momento a la cocina, a ver si ya está la cena. 

Me entretuve adrede durante varios minutos. Apagué el fuego; aparté la olla; cerré la cocina con llave, para no dar ninguna oportunidad a los gatos callejeros que en mas de una ocasión, nos dejaron sin cena; y volví a su lado. 

– Bueno -dijo- la noche ya estaba allí. La oscuridad lo cubrió todo muy deprisa, y la luna, esa lámpara mágica que sirve de tanta ayuda en las peligrosas noches del desierto, no acababa de salir. Así que saqué la linterna de mi bolsa, la usaba justo lo imprescindible porque tanto las bombillas como las pilas eran muy caras, y enfoqué el pie. Tenía el pie hinchado y sangraba. No era una espina.  Inmediatamente me acordé de que no había recitado los versículos protectores de almugrub. Me dio un vuelco el corazón. Almugrub, hija mía, ya sabes, es la hora más delicada del día, y los versículos coránicos son un arma poderosa contra las asechanzas que los espíritus malignos intentan esparcir a esa hora aprovechando la llegada de la oscuridad.  

Hizo una nueva pausa. Sacó la tetera de la hornilla y fue distribuyendo el segundo té entre los pequeños vasos de cristal dispuestos, sobre la bandeja, en dos filas de tres vasos cada una. Lo dejó reposar y continuó.

– Por fin la luna empezó a asomarse tímidamente pero orgullosa, casi haciéndose rogar. Su trayecto es siempre el mismo desde que Allah la creó, así que no tiene prisa, ni miedo a perderse. Aunque esa noche tuve la impresión de que por alguna razón iba con retraso. Ya ves hija -continuó diciendo- cuántas cosas sin sentido se le pasan a uno por la cabeza, cuando la soledad y la incertidumbre de la vida nómada apenas te ofrecen un cobijo. 

Inspeccioné a uno y otro lado con la luz de la linterna. Allí estaba, a unos dos metros, con su típico cascabeleo, ya apenas audible, se alejaba intentado esconder el último tramo de su alargado cuerpo bajo un montón de arena. Ya te tengo, pensé. Después, tratando de mantener la calma, arranqué un trozo de tela del lateral de mi turbante y me hice un torniquete. Me lo hice justo por aquí. 

Señaló haciendo una pinza con las dos manos alrededor del tobillo izquierdo.

– Estaba furioso, el dolor me abrasaba. Cogí mi bastón y de un golpe le separé la cola del resto del cuerpo. Aun así, salió de entre el montón de arena levantando una nube de polvo de casi un metro de altura y se vino hacia mí. Desafiante, me miraba, con la boca abierta enseñándome sus afilados colmillos de los que el veneno chorreaba. Dejé el bastón en el suelo y saqué el hacha. Intenté golpearla en mitad de la cabeza, pero dio un brusco giro y serpenteando velozmente hacia mi de nuevo intentó morderme. Lo mejor hubiera sido pegarla un tiro. Tenía mi rifle. Lo usaba para cazar conejos y gacelas. Me lo había regalado mi padre, y él lo había heredado de mi abuelo. Una vez me contó orgulloso que se lo había confiscado a los franceses en las guerras santas del Sahara. Pero un disparo espantaría a los camellos, y además podría alertar a los soldados españoles que estaban por todas partes; sabía que tenían un puesto no muy lejos de allí. Los saharauis teníamos prohibido tener armas, estaba castigado hasta con penas de cárcel. 

El dolor era insoportable, pero por un instante me olvidé del pie y guiado por la rabia le asesté un hachazo tras otro, hasta hacerla picadillo a ella y a los huevos que empezaron a brotar de su vientre como pequeños y pegajosos globos. No era la primera vez que me había enfrentado con una serpiente, pero aquella era Satanás en persona. Jamás había visto una cosa igual. 

Traté de recuperar la serenidad a pesar del intenso dolor. Me acerqué a mi camello, que había tratado de advertirme con sus gruñidos del peligro, y me aseguré de que él estaba bien sin ninguna mordedura. 

Después con la punta del cuchillo, en el lugar de la picadura, me hice un corte profundo y apreté para que brotará toda la sangre. Mezclé un poco de el ilk molido (goma arábiga) con mi propia saliva; siempre hay que tener, te saca de cualquier apuro; me lo unté y me vendé el pie con otro trozo de la tela de mi turbante. Sabía que tenía que buscar ayuda antes de que el veneno se extendiera por todo el cuerpo. Apoyado en mi bastón, y guiado por el mapa de las estrellas, puse la caravana de nuevo en marcha en dirección a donde recordaba que había un puesto militar español.

Pasaban las horas y mi pie era como una bola de fuego. El dolor era cada vez más insoportable, y la hinchazón ya apenas me dejaba andar. Tampoco podía montar en mi camello, así que sujetando las riendas, caminaba casi arrastrado por él. Por cada paso que daba, por cada tramo que conseguía seguir en pie, le daba las gracias a Allah. Pero a pesar de mis oraciones, el veneno inclemente, se fue expandiendo por cada fibra de mi cuerpo. Me fui encontrando cada vez más débil, sentía náuseas y un sudor frio, se me nublaba la vista. Aún así, seguí andando. Rezaba, me clavaba la punta del cuchillo en la herida, sangraba, me aliviaba, y volvía a dar las gracias a Allah por seguir vivo. Vomité varias veces, y de nuevo el dolor recorría mi cuerpo, succionado mis fuerzas, humillándome y doblegándome. Yo era joven, con una salud de hierro y tan fuerte como el que mas, pero poco a poco me fui convirtiendo en un espectro perdido en la noche. Me rendí, solté las riendas del camello, cerré los ojos y esta vez, le supliqué a Allah que me llevara con él. 

No sé cuanto tiempo pasó, pero cuando volví a abrir los ojos estaba tumbado cerca de un arbusto. Encima de mí, un cielo azul del que colgaban apenas unas nubes blancas inmóviles. Saber que ya era de día alivió mi aflicción. También me sentí afortunado al ver que los camellos, quizás por gratitud y compasión, se habían quedado inmóviles haciendo un círculo a mi alrededor. Miré el pie, la inflamación había subido hasta la rodilla y tenía un color azul grisáceo y un olor nauseabundo que presagiaban lo peor. Pero parecía que Allah me estaba dando otra oportunidad, y la tenía que aprovechar. Por suerte, mi camello seguía con todos los avíos todavía encima de sus fuertes lomos. Conseguí alcanzar la tasufra, la abrí y saqué mi rifle. Me cercioré de que estaba cargado, “que sea lo que Allah quiera” dije, mientras apuntando hacia el infinito del cielo, apreté el gatillo.

Dos días más tarde, desperté una mañana en un lugar totalmente desconocido. Tumbado por primera vez en mi vida en una cama. Era un hospital. Un sudor caliente me recorrió el cuerpo de la cabeza a los pies. Me encontraba raro y asustado, me sentía como si estuviera levitando. Rezaba en silencio y daba las gracias a Allah por haberme salvado la vida. Al poco rato se me acercaron dos nassaraniin. Uno, era una mujer delgada, entrada en años, vestida totalmente de blanco, cubría su cabeza con un pañuelo también blanco, que dejaba ver unos escasos y canosos mechones asomando por sus sienes. Depositó una pequeña bandeja encima de la mesilla y con una amable sonrisa me dijo en perfecto hasania:  kul, kul, come, come. 

El rostro de mi padre se había relajado y hasta apuntaba una agradable sonrisa.  

– El otro nassarani era un hombre, más moreno que el resto que entraban y salían continuamente atendiendo a los enfermos. Por su peinado y su porte seguro y solemne, supe que sería doctor. Fue directo a mi pie, levantó la sábana y también en hasania, me dijo: ¿labas?. Sorprendido y algo nervioso le contesté: labas alhamdulilah.  Me volvió a tapar, intercambió unas frases que no entendí con la nassarania del pañuelo blanco y se fue. 

Transcurrieron varios días entre curas e inyecciones. Sentía alivio, claro, pero también cierta angustia e impotencia de no entender lo que me decían ni yo poder decirles nada a ellos. 

Un día por suerte apareció una saharaui en mi sala. Por lo visto era del norte, había enviudado muy joven y con varios hijos tenía que ganarse la vida limpiando en el hospital. Chapurreaba algo de español y se llevaba muy bien con todos los nassara. Gracias a ella supe que me había rescatado una patrulla militar española. Me encontraron inconsciente y me evacuaron desde Zemur hasta el Aaiún en una avioneta militar en un estado de extrema gravedad. Me salvaron la vida amputándome el pie. Gracias a aquella buena mujer mi familia acabó enterándose de lo ocurrido. Venían a visitarme a menudo. La gracia de Allah es infinita. 

Sin embargo, por las noches me consumía la angustia. Por un lado, no me podía ni imaginar cómo sería mi vida con un solo pie, y por otro, me atormentaba el castigo, que tarde o temprano, llegaría por poseer un rifle. Había oído todo tipo de historias sobre los castigos de los nassara. A medida que mi herida iba mejorando, me fui volviendo cada vez más inseguro y desconfiado. Empecé a dudar de la amabilidad de los médicos y enfermeras, me obsesionaba su silencio respecto al rifle. Tenía pesadillas. Soñaba con una sequía que arrasaba con todo, y una plaga de serpientes cascabel que se ensañaban con los pocos camellos que sobrevivían a la hambruna. A mí me seguía atacando ella, siempre rabiosa y desafiante, volvía a clavarme sus afilados colmillos en el pie que ya no tenía. Intentaba volver a matarla pero no lo conseguía, mi brazo empuñando el hacha se quedaba siempre paralizado en el aire.

Cuando me despertaba agitado o gritando, venía la enfermera de sienes blancas y con dulzura me daba dos pastillas, me tapaba y se quedaba a mi lado murmurando algo en voz baja. Tardé en saber lo que es una monja. Rezaba por mí y pedía la gracia de Jesús. Al principio me incomodaba, pero al final, me acabaron reconfortando aquellas plegarias en voz bajita. Nunca me reprochó nada, nunca me juzgó. Me cuidó con el mismo esmero y cariño desde el primer día hasta el final. 

Los nassara pensaban que la causa de mi trastorno era encontrarme de repente sin pie, así que decidieron ponerme una prótesis. Un año más tarde acepté su propuesta y empecé con las pruebas. Pero de nuevo la mala suerte lo truncó todo. Llegó la guerra, y los españoles se marcharon de un día para otro. Todavía tengo un gran pesar en el fondo de mi corazón, porque ni siquiera pude despedirme de ninguna de aquellas personas de aquel hospital que tanto me cuidaron. Y tampoco pude cumplir la promesa que le hice a mi enfermera monja, como gesto de gratitud, de regalarla mi mejor camello.

Aparté la bandeja del te de entre sus manos y lo fregué todo. Las brasas se habían convertido en ceniza. 

– Voy a servir la cena -le dije-. 

Me miró pensativo. Cogió su rosario, rezó cerca de diez cuentas y me dijo: 

– Gracias hija, cena tu con tu madre, yo ya estoy lleno. Me voy a acostar, quiero madrugar para ir a ver al niño antes de abrir la tienda.

Yo tampoco cené. Me recosté al lado de mi hijas, apagué la luz y cerré los ojos. Soñé que con el rifle de mi padre mataba a la cascabel. 

Julio  2022


2 comentarios:

  1. Un relato de mucha intensidad y muy bien expresado. Escenario real y a la vez exótico y real como una novela real.

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  2. Impresionante!👌🏼 Podría ser el relato de cualquier beduino del Sáhara Occidental! Me transportado y me ha hecho revivir tiempos de antaño en la Badía...

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